Javier tomó nuevamente entre sus manos el viejo y desgastado mapa. Por un instante lo sostuvo y examinándolo fijó su mirada en él, pero al levantar de nuevo la vista no había duda, allí terminaba el mundo; cómo si todos los caminos y las rutas trazadas en aquellas líneas del papel terminaran justo allí frente a sus ojos; en ese valle cuyos cerros y montañas circundantes parecieran ocultar la verdad de aquel solitario lugar, y sin embargo el papel amarillo y desgastado del mapa señalaba otra cosa, un pueblo: Iranda, pero allí, parado al final del camino, sólo se encontraba un acantilado profundo y oscuro. Quizá Iranda estuvo allí alguna vez, quizá hacía mucho, por el tiempo en que su abuela solía contarle como eran las calles y las casas con sus techos rojos y el kiosco de la plaza alumbrado de ámbar en las noches; y como las nubes descendían sobre las calles y todo quedaba envuelto como en una especie de sueño, como si en aquel preciso lugar empezara el mundo. Pero ahora, después de tanto tiempo, no había posibilidad de duda, aquel acantilado del cual surgía un aliento frío y oscuro no mentía, Iranda no estaba allí.
Remiró el paisaje, y en su mente trazó de nuevo el camino que había recorrido, para determinar si en algún momento del viaje había cometido un error, quizá se había desviado o tomado un camino equivocado. Recordó haber leído en la carretera el anuncio que indicaba que se encontraba en La Soledad y reconoció en el pueblo abandonado los tiros de las minas y el campamento olvidado desde hacía quien sabe cuánto tiempo, sabía que a partir de aquel punto sólo faltaban veinte kilómetros, como siempre le dijo su abuela cuando le describía la forma de llegar a Iranda. Condujo un poco más hasta la desviación en la que se acababa el asfalto y siguió por el camino de tierra, al pasar junto a un cerro reconoció en el acto su forma de joroba, y recordó de nuevo las advertencias que aquella mujer anciana pero lúcida le hizo cuando era niño, advirtiéndole que jamás se detuviera en aquel lugar porque las brujas se lo llevarían lejos. Todas aquellas cosas coincidían con las indicaciones del mapa y de su abuela. Sin embargo Iranda no estaba allí.
Abrió la bolsa que llevaba consigo y vació los objetos que contenía sobre el asiento del copiloto, eran sólo cosas comunes que uno va juntando a lo largo del tiempo, como si esos pequeños objetos pudieran guardar los recuerdos de los momentos que vivimos. Un mango verde y roto de una vieja plancha eléctrica, un pequeño saco de terciopelo morado con semillas de las jacarandas míticas que, según su abuela, crecían en una noche. Le había dicho que esas semillas fueron lo único que quedó de aquellos árboles después del diluvio. Eran cosas que ella le fue dando a lo largo del tiempo, cuando era apenas un niño y le contaba historias acerca de Iranda, historias fantásticas de un lugar remoto que él anhelaba visitar algún día. Pero ahora, todas aquellas cosas ya no significaban nada, Iranda no estaba allí, sólo había un oscuro profundo y aterrador abismo que parecía no tener fondo, como su vida –pensó- como si en dentro de él mismo existiera un abismo igual al que contemplaba y al igual que en ese preciso momento, no existiera ningún otro lugar a donde ir.
Por un momento dudó, se preguntó si en verdad Iranda existió alguna vez, o sólo era una historia fantástica producida por la imaginación de aquella anciana mujer para entretenerlo. Sin embargo las indicaciones que le dio y las señaladas en el mapa coincidían con la realidad, había llegado allí, al final de su viaje. Miró el mapa y por primera vez recapacitó en que era verdaderamente viejo, el papel estaba desgastado y manchado, se había vuelto amarillo y quebradizo a consecuencia del tiempo y apenas permitía ver las indicaciones, Se sintió estúpido por no haber comprado un mapa nuevo antes de viajar, aunque inmediatamente pensó que el resultado habría sido el mismo, de cualquier modo Iranda no estaba allí. Pensó que quizá había ocurrido un terremoto o alguna catástrofe similar que hubiera hundido a Iranda en aquel abismo, pero casi de inmediato descartó ese pensamiento, porque no recordó haber escuchado o leído alguna noticia al respecto. Como quiera que hubiera sido, Iranda era ahora sólo un recuerdo, o mejor dicho, el espejismo de un recuerdo, algo inexistente y desconocido que vivía dentro de él como un recuerdo, pero que definitivamente no lo era, sino sólo algo que había imaginado.
Y de nuevo igualó aquellos pensamientos con su propia vida, su vida que no había sido real, porque hasta ese momento se había sentido como el espectador de una película, de la película de su propia vida, como si fuerzas invisibles dictaran un guion y él se dedicara a obedecer las instrucciones que le decían que hacer, que decir, que pensar y hasta que sentir, y como si todas las personas que lo rodearan fueran actores que interpretaran el mismo guion absurdo y vacío. Porque nada en su vida tenía un significado real; y después de todo ese tiempo, lo único que él consideraba verdadero eran los recuerdos de su infancia, aquellos recuerdos de su abuela narrándole hasta los más mínimos acontecimientos de la vida de Iranda. Quizá eran esos recuerdos lo que lo habían salvado del suicidio aquella mañana en que decidió colgarse del techo o aventarse al tren, o cortarse las venas, no importaba, había decidido ponerle punto final a la película, había decidido, por fin, hacer algo por sí mismo, aunque ese algo significara el fin de su propia vida. Pero fueron aquellos recuerdos, los que lo motivaron a realizar ese viaje, un viaje para encontrar lo único real en su vida, y ahora, pensaba, ni siquiera eso existía.
A fin de cuentas –pensó- su vida era como cualquier otra vida, con las mismas rutinas, las mismas ambiciones, las mismas derrotas y triunfos de las personas del mundo, pero nada de eso tenía algún significado, su vida era vacía, como la sensación de caminar y caminar por cientos de kilómetros sin llegar a ningún sitio, estaba cansado de eso, de una vida que no significaba nada, pensaba que era como si una hormiga se diera cuenta de que era tan solo otra hormiga más dentro de millones de otras hormigas que existen y caminan igual unas a las otras, o como una gota de agua en el mar, él era sólo algo más dentro de un océano de cosas iguales a él; y ni siquiera haberse dado cuenta de ello significaba nada, porque nada de lo que hiciera podía cambiar las cosas, ni vivir, ni morir, ni nada. Entonces lo supo, aquel era el final del viaje, de todos los viajes, había llegado allí, no a la Iranda imaginaria, sino a ese lugar recóndito que era él mismo, a ese abismo dentro de sí. Aquella travesía empezó como la búsqueda de aquel mítico lugar y terminó por encontrarse a sí mismo. Estaba feliz y triste al mismo tiempo, alegre por haber logrado encontrar la verdad sobre su propio ser, sobre su libertad y triste porque sabía que allí terminaba todo. Camino hacia el abismo, lento pero firme, despidiéndose de aquel valle, de las montañas y árboles; y a la vez sonriente y libre. Dio un último paso hacia aquel precipicio y cerró los ojos, todo enmudeció como si el mundo se apagara, pero no sintió caer, por un momento se desconcertó, pensó que estaba muerto y abrió los ojos. Iranda estaba allí.
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