1970.
(Sucedió en Juxtlahuaca).
Era una tarde lluviosa, oscura, relampagueante, era la furia bajo el cielo, los viejos ahuehuetes, los nuevos cazaguates, los grandes encinos, la corriente del rio hacia enchinarse el cuerpo, la lluvia no cesaba de caer con fuerza, el carruaje caminaba lento, muy lento por entre el fango, era el mes de septiembre el más lluvioso en la región, los caballos relinchaban, no se sabe si por temor o por cansancio; en el pueblo la gente reunida en la choza de adobe, se apuraba a levantar una plegaria a dios, las mujeres envueltas en sus rebosos, los hombres afuera de la casa cubriéndose de la lluvia con sus sombreros de palma y sus machetes al hombro, esperaban desde medio día el carruaje mortuorio desde la ciudad capital, en la larga espera, la noche les alcanzo; corriendo desesperado llego Juancho, un niño vivas de escasos ocho o nueve años, doña Anita, doña Anita la carroza está atascada en medio rio grande, no pueden pasar, la corriente del rio es mucha; doña Anita no comprendía que pasaba, solo señalo con la cabeza a dios, después de unos minutos rodaron dos lagrimas de sus ojos, con voz baja pidió a su yerno que los hombres se organizaran para ayudar a los conductores de la carroza mortuoria, entonces las campanas del pueblo sonaron repetidas veces, con su mensaje fúnebre, con su mensaje de dolor y llanto, así en breves minutos llegaron los hombres del pueblo, los jóvenes y viejos, todos con cuerdas, caballos y bestias que pudiesen ayudar, así partieron al paso del rio grande, frente a la tierra blanca, pasando por la barranca de santa cruz, la lluvia apenas amainaba un poco, como premio al esfuerzo de estos hombres, la corriente del rio grande corría con toda su fuerza, con todo el caudal desbordado, y a lo lejos, apenas se podían mirar alguna pequeña luz del otro lado, el carruaje mortuorio atascado el principio del cruce, y así con tal desesperación y fe los hombres se atrevieron a desafiar a la naturaleza, sin pensarlo un segundo, los relámpagos que cruzaban el cielo alumbraban la noche, y era aprovechado por los ojos de los hombres, para distinguir a sus compañeros, la corriente del rio y el carruaje mortuorio, torciendo las cuerdas, ataron a cuatro caballos, por parejas y estos mismos a dos árboles grandes a la orilla del rio, quedando del extremo opuesto suelto y con alcance para cruzarse el rio, con gran pericia un joven se ato a la cintura el cable y nado hasta el extremo opuesto logrando llegar a los conductores de la carrosa, entre los tres lograron sujetar con los lasos al carruaje, imponiendo a los caballos un duro castigo para obligarlos a adentrase a la corriente, haciendo que al mismo tiempo los del otro extremo, jalaran con tal fuerza que el fango cediera y las ruedas en sus pesados ejes comenzaron a girar, avanzando y ganándole terreno al lecho del rio, las campanas del reloj del pueblo resonaron la media noche, el avance de la noche y la lluvia que había amainado, dieron un respiro a los valientes hombres, logrando afianzar el fúnebre vehículo, fue una lucha desesperada y titánica, el hombre con la naturaleza, la inteligencia con la fuerza bruta, la razón y la justicia con el dolor y la desgracia, así pasaron los minutos, las horas y por fin, siendo las cuatro y cuarto de la madrugada, las ruedas del vehículo mortuorio, alcanzaron el extremo opuesto, los hombres exhaustos, los caballos cansados, la lluvia cayendo, y los relámpagos cruzando el cielo, pero al fin los hombres dentro de su corazones sonrieron, faltaba poco, muy poco, los hombres decidieron continuar la marcha, sacudieron a la bestias, y continuaron caminando por el fango de la calle paralela a la barranca de la santa cruz, el ruido de la corriente del agua que acarreaba, era estremecedor y se confundía con los truenos de los rayos, así los hombres del pueblo y el vehículo fúnebre avanzaron, entre las calles apantanadas de lodo, llegaron a la choza de abobe, los perros ladraron y aullaron, pues con su olfato dicen que huelen a la muerte, o tal vez solo anuncian la cercanía de la gente, la entrada de la casa era grande, la tumba para recibir el cuerpo estaba preparada, las colgaduras blancas de la viga principal bajaban a las esquinas extremos de la habitación, seis esquineros arbotantes, con sus ramos de flores blancas, cuatro candelabros con sus velas blancas y sus luces encendidas, en el piso las veladoras que los fieles prendían para guiar a el alma, al frente un vaso con agua bendita para rociar sobre el féretro, en medio y a la altura de la vista, el crucifijo de Cristo crucificado y más abajo la imagen de la virgen dolorosa, así al pie de esta los bancos para recibir el féretro y en ellos descansara el cuerpo, listo todo, todo estaba listo, solo faltaba el féretro con el cuerpo que en esos momento llegaba, los cuatro hombres lo tomaron de las cuatro esquinas, inmóvil lo pulsaron como queriendo asegurarse o saber cuánto pesaba, los cuatro se miraron los ojos y le levantaron al mismo tiempo, cargándolo en sus hombros lo llevaron hasta la tumba, era un féretro gris, más gris que la noche con la lluvia y las gotas de la misma le daba un aire metálico, lo colocaron en las bases y quedo inmóvil en medio del altar fúnebre, se escucharon, en ese momento desgarradores llantos, que se soltaron al unicimo, llamando al difunto, solo eso se escuchaba en la sala, nada más, todo lo demás era silencio, y solo el ruido de la lluvia en las tejas se prolongaba, en eso, una mujer con rosario en mano comenzó a rezarlo y las demás personas le siguieron murmurando las plegarias, amaneció, los hombres se fueron al camposanto, a cavar la tumba, las mujeres prepararon pozole en la cocina, la madre y familia continuaban al pie del féretro, llego el medio día, la tumba en el panteón estaba lista, el párroco decía las ultimas oraciones al cielo, la familia se despidió del cuerpo, primero la madre, los hermanos y los demás familiares, después las mujeres los apartaron y los hombres, clavaron la tapa del féretro en medio del llanto de la madre, la lluvia avía hecho un verano, no llovía, era como hacer un paréntesis de el dolor de la familia, apartaron las flores, las velas y cargaron al féretro a sus hombros, inicio el último recorrido, la última jornada al destino final, las mujeres y los hombres formaron a los costados del féretro a los extremos de la calle, la familia atrás de el, las mujeres de negro los hombres de blanco, así inicio lentamente el cotejo, caminando entre el lodo de la calle y el sonido de los redobles de las campanas del templo que a lo lejos se escuchaban con su eco triste en la tarde fría y lluviosa, tomaron la calle Juárez, rumbo a la entrada principal del panteón, todo el pueblo en cotejo, todas las familias en el camino al panteón, así lento el paso, lento el tiempo, se llego al lugar, al sitio exacto en donde abría para siempre descansar, el párroco pronuncio las ultimas plegarias, bendijo el sepulcro y los hombres bajaron el féretro, entonces un grito desgarrador se escucho… Dios mío, mi hijo…! y el cielo respondió con un trueno, como diciendo que dios mismo estaba llorando, así los hombres continuaron con su trabajo dejando caer la tierra a la tumba del eterno descanso…
Rey Cimba. ©
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