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La historia que narraré me fue referida por los hermanos Juárez, una tarde en la que los encontré paseando por su querida Córdoba. Advierto que de no haberla escuchado por ellos no tendría ningún lugar en estas páginas; sin embargo, los relatos de la gente que uno aprecia merecen el esfuerzo de la confianza.
Intentaré que mi narración esté a la altura de los hechos, y hasta puede que los años me dejen suprimir algunos prescindibles y molestos detalles.
Rosendo Cagnoni vestía de negro traje los días martes, jueves y viernes. Ya casi se cumplían cinco años desde que había enviudado, por lo que todos le tenían alguna lástima. Se jactaba de no haber deseado a otra mujer desde la partida de su finada esposa y perpetuaba el recuerdo visitando su tumba los días martes, jueves y viernes, vestido de negro traje. Las flores que le llevaba eran diferentes de acuerdo a su estado de ánimo: los días en que más la extrañaba eran amarillas, los días en que entendía su ausencia –porque los caminos de Dios son misteriosos- eran rojas, y los días en que la odiaba por haberlo dejado sólo eran negras. Las flores las pagaba con su sueldo de herrero, que era lo único que lo entretenía los largos días de verano.
Su rutina cambió cuando conoció a Paula. No sabemos dónde ni cómo fue que la conoció, pero no resulta difícil suponer que se enamoró de ella repentinamente, aún sin saberlo. También podríamos conjeturar -por lo que dijeron los vecinos- que el primer signo de ese enamoramiento, al menos el primero que él reconoció, fue la honda culpa sentida al dejar de visitar el cementerio en que yacía su difunta esposa.
Rosendo, mientras veía esas revistas donde abundan las modelos, se divertía haciéndose saber que una mujer como Paula jamás podría figurar en ellas. Sus grandes ojos, su piel blanca como la leche y sus pequeños pechos no coincidían con ninguna de las esculturales mujeres de ese catálogo. Creía así confundir a su deseo, pero no lo lograba. Que le importaba que Paula no pudiera encajar en esas revistas, si él ya estaba enamorado y ella ya tenía el hábito de aparecer en sus sueños.
Obedeciendo a su pasión, Rosendo la siguió un día hasta su casa y antes de que entrara, fingió con torpe espontaneidad un encuentro. Ella, más distraída que atenta, creyó en ese encuentro y aceptó ir a tomar un café con él, tal vez por lástima, tal vez por deseo, tal vez por ambos.
Los encuentros con Paula se volvieron más cotidianos, en la misma medida en que se volvían más tensos, más incómodos, más sexuales. Bastaron pocas semanas más para que la primera noche de noviembre los encontrara compartiendo la misma cama.
Así estuvieron algunos meses, en los que Rosendo sentía resurgir su espíritu joven, en los que creía estar viviendo en una segunda primavera. Paula, sin embargo, cada día más taciturna, comenzaba a rechazar esos encuentros y a inventar irrisorias excusas para no verlo.
Un día, lo dejó.
La explicación que le dio a Rosendo es harto conocida por todos los hombres: creía estar enamorándose, y no deseaba hacerlo, porque en su adolescencia un hombre la había enamorado y dejado a los pocos meses, y desde ese día se prometió no volver a permitirse enamorarse.
Rosendo, sumido en una agonía nueva, sacó su traje polvoriento del ropero, y volvió a vestirse con él, sólo que ahora lo usaría todos los días.
Al poco tiempo se volvió cliente de un pequeño boliche de la ciudad, en el que se destacaba por ser el cliente más viejo. Los jóvenes lo odiaban, porque él debía estar en otra parte, en cualquier otra parte, menos allí.
Una noche cualquiera, de esas que no prometen ninguna fortuna, Rosendo notó que una adolescente, apenas una niña, lo miraba constantemente. Su experiencia le hizo notar que la joven lo miraba con deseo y, como no tenía nada mejor que hacer, se acercó hacia donde ella estaba.
De tez blanca como el azúcar, la muchacha se prometía bella y él, que era un hombre que gustaba de apreciar la belleza, no tardó en desearla. La tomó de la mano, y cuando quiso acordarse la muchacha ya era mujer y ya dormía a su lado, con los senos al aire.
Así estuvo por meses, enseñándole a la niña todo lo que él sabía del amor y, por qué no, de la muerte.
Cuando se cansó de que ella no fuera la que él realmente amaba, la dejó.
Entonces la sufriente adolescente de tez blanca llamada Paula se prometió no permitirse volver a enamorarse jamás de ningún otro hombre.

Texto agregado el 17-09-2013, y leído por 216 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-12-2014 Me atrapó desde el inicio, y el final me encantó. glori
21-09-2013 La misma Paula? O casualidad. jaeltete
 
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