El muro
Conocí a Pánfilo en la playa de Tijuana, es un migrante oaxaqueño que lleva tres meses intentando dejar de estar aquí. Él quiere estar allá; al otro lado. Mientras tanto, abrazado a los barrotes carcomidos por la humedad salina, no le queda más que sostener la mirada en el lado americano.
Su cuerpo escuálido cabe perfectamente entre los barrotes. Y mientras los golpea con tres monedas chinas atadas a una cinta roja y observa el horizonte, un niño traspasa la frontera a recoger su pelota de futbol, que se le escapó tras un derechazo. Ese es el sueño que Pánfilo ha abrigado desde que salió de su hogar.
–Hoy en la noche me voy –Vuelve de su abstracción Pánfilo –. Voy a intentarlo cerca de Tecate.
Se va porque no ha encontrado un lugar seguro para cruzar. Lo hace porque después de haberse venido de su pueblo en el sur de México, se ha dado cuenta que así es la frontera. Un muro. Patrullas. Narcos y asaltantes.
Pánfilo de pocas palabras, voltea a ver de nuevo las siluetas grises de los edificios que despuntan allá al fondo. Suspira y separa los brazos de los barrotes por los que antes metía la cabeza.
–Pues eso, hoy en la noche salgo. Mejor me voy yendo ya.
Sube a la rampa que lleva hasta la calle que corre paralela a la playa. Pero no logra irse, se queda sentado en una banca, con la mirada fija otra vez en aquellas puntas de concreto y sin prestar atención cuando me siento a su lado. Aprovecho esa circunstancia para convencerlo de que crucemos juntos.
Lo duda, pero por la tarde llegamos a Chula Vista. Terracería y más terracería durante media hora, hasta topar con el muro, la misma hojalata, la misma altura que el de Tijuana. Se ve poco. Algunos huecos en la muralla indican que alguien ha intentado pasar por ahí, pero la todoterreno de la patrulla fronteriza llega en menos de cinco minutos al otro lado de la valla.
Entonces nos dirigimos al cerro en el que están instaladas las antenas de microondas y avanzamos por un camino ondulante entre cerros de piedra. Es un paraje inhóspito. Al llegar a la cumbre la realidad cae de golpe. En frente hay un cerro de piedra. Y luego hay otro, y otro, y otro más. La carretera número ocho se ve al fondo tras varios cerros.
Pánfilo corre hasta llegar a la última escarpada. Escucho sus impetuosos pasos y quiero advertirle que aún falta demasiado sendero para alcanzar la carretera, que todavía está cerca la patrulla fronteriza y que no se fíe del silencio ni de la noche ni de la niebla; pero de la boca sólo me sale la esperanza en forma de suspiro.
Desde la hondura no puedo ver sus ojos perderse en el infinito ni escucho el tintineo de sus tres mondas que durante el camino fue jugando entre sus manos. Al subir la cuesta me recomienda que no me atrase porque el camino podría traicionarnos, pero lo hago. Me siento. Mi fuerza y ánimo se agotan. Vuelvo a caminar y el silencio me acompaña hasta la cima. Ya no veo a Pánfilo. Apresuro el paso para darle alcance, estoy confundido al ver tanta oscuridad y de sentir el silencio inacabable que se extiende hasta la línea invisible del horizonte.
Quiero gritarle que espere los primeros minutos del amanecer, que la noche, aunque parece interminable, se iría disipando, que no intente correr, que sólo se cansará buscando la salida hacia la carretera; pero las palabras no podían enfrentarse al silencio. Siento hundirme en un pozo y formar parte de la noche. Busco a tientas alguna roca para sujetarme, para decirme a mí mismo que la oscuridad no es indefinida.
Él regresa a ayudarme. Siento su respiración cerca de la mía, nuestros latidos se confunden. Me ofrece sus monedas chinas para que me den suerte, las rechazo y agrego con un leve hilo de voz alejándose sin remedio, que si espera el amanecer podríamos llegar a la carretera, que la niebla ya empieza a elevarse; pero en ese instante percibo pasos alcanzando la cima y el rastreo de perros sujetados con correas de cuero. Aún así el silencio parece ganarle a los ladridos y a las indicaciones de rastrear toda el área.
Pánfilo se levanta y exige que continúe bajando, apresura el paso a pesar de las piedras y de la quebrada que es develada por una tenue claridad cuando la bruma desaparece. Le pregunto por qué regresó tanto terreno, por qué no me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos equívocos y de mi torpeza.
A instantes la tierra es alumbrada por las linternas que provienen de la cima y el silencio es quebrado por las voces anunciando que nos tienen cerca. Las linternas se apagan y los pasos se detienen. Sólo Pánfilo continúa bajando, las piedras laceran los pies y sus pasos se hunden en la tierra. Resbala dos, tres veces. Los espinos de los matorrales rasgan su piel. Nadie le cura las heridas.
Amanece. Los perros ladran dejando caer espumarajos. Las correas son soltadas y siento su aliento tras de mí. Falta poco para que Pánfilo llegue a la carretera, para que la tristeza sea borrada de sus facciones y sus días de pobreza terminen. Vuelvo a caer y me convierto en un muro, intento contener a las bestias pero una escapa tras la huella de Pánfilo.
Me di por vencido, a él lo veo a lo lejos, entre la bruma. Siento el trote marcial de aquellos que bajan, desperdigando las piedras y levantando polvo. Se detienen frente a mí, el segundo perro regresa gimiendo de dolor, del hocico le cuelga baba y una cinta roja con una moneda china. Sonrío. Puedo sentir la felicidad de Pánfilo, lo veo correr por la carretera, hasta que se pierde como un puntito imaginario en la línea del horizonte. |