Por José Luis Aliaga Pereira
NOMÁS LLEGÒ, fue a buscarla a su habitación. El encargado de la limpieza del hotel cambiaba sábanas. Ella se había marchado. “¿Quién nos va a querer a nosotras?”, le dijo la última vez que conversaron.
“Pero, ¿qué me pasa? ¿Qué me está pasando? ¿De dónde ha salido esta criatura? ¿Por qué no puedo estar tranquilo sin ella?”, pensó antes de salir a buscarla.
Un sol esplendoroso iluminaba la ciudad. Dos bohemios trasnochados entonaban una rara canción:
“Corazón de coche
quisiera tener,
para no sufrir
para no llorar”
La resaca de la fiesta aún se hacía sentir. “¿Para qué había tenido que alojarse en ese hotel? ¿Por qué tuve que verla a ella?”, se preguntó mirando a uno y otro lado, buscándola entre la gente que caminaba por ambas veredas del estrecho jirón Amalia Puga.
La conoció durante la semana que celebraban el carnaval, antes que existiera el prostíbulo El polvorín y que llegara el boom minero y su consabida fiebre del oro. Ella se alojaba en el quinto piso, a dos puertas de él. No era como las otras que también llegaban para las fiestas. No movía las caderas con descaro al caminar, ni se pintaba los labios color rojo. Vestía con falda larga como cualquier chica del lugar. La trató con atenciones de caballero. Ella lo miraba de arriba abajo y de abajo arriba, arrogante, despectiva. Su mirada era un no silencioso. Él insistió mirándola a los ojos, desafiante, cuando ella entraba en su cuarto con su compañero de ocasión, queriendo darle a entender que había descubierto su secreto.
La enamoró en la barra del bar del hotel, una mañana lluviosa, casi gritando, por el alboroto de los comensales y el alto volumen de la melodía monótona Silulito silulo. Ella, al verlo, sonrió con ternura. Ese día, luego de darse un tibio chapuzón en los Baños del Inca, almorzaron chicharrón con mote, una de las comidas favoritas de la zona. Por la noche asistieron al cine. Luego conoció su habitación donde la cubrió de besos y caricias.
—Te amo, te amo desde el primer momento en que te vi —le dijo al despertar esa mañana.
—No, por favor; no —dijo ella—. El amor no existe, sólo existe el dinero.
—Qué equivocada estás —respondió él.
Caminaban tomados de la mano. Parecían una pareja de recién casados en plena luna de miel. Sólo cambiaban de restaurante, de menú y, en lugar de ir al cine, bebían una botella de vino semiseco.
—Quédate a vivir conmigo, te lo ruego —le habló susurrándole al oído, otra mañana.
—¿Sabes con quién te has metido? —le preguntó—. No eres un tonto.
Él se hizo el desentendido, en lugar de responder a su pregunta, la comenzó a besar. Los mechones de su pelo rozaban su cara. Le invadió un aroma agradable. Abrazados, unidos el uno con el otro, parecían haberse olvidado de todo en este mundo.
En otro momento, para que ella no se diera cuenta de que su conversación era una directa respuesta a sus afirmaciones anteriores, él le dijo:
—Todos cometemos errores. Somos humanos, podemos cambiar.
—Pobrecito enamorado —le respondió ella, echándose a reír a carcajadas.
En lugar de molestarse, él, como la vez anterior, la besó con pasión. No quería aceptar esas palabras que herían su alma. Ella, con la cara seria, empujándolo con firmeza con los dos brazos, para que no abrigara esperanzas, le dijo con desparpajo:
—Necesito mi paga, no lo olvides. Son cuatro días.
—Ah, no te preocupes —se apresuró a decir él, moviendo la cabeza, como si despertara de un sueño. Buscó en los bolsillos de su saco que colgaba en el perchero del cuarto, y, uno por uno, colocó los cuatro billetes de cincuenta soles en la mesa de noche.
—Gracias —dijo ella, bajando la cabeza. La cara le ardía de vergüenza.
—No me agradezcas por esto —le habló él, con tono severo—. No quiero que, en momentos como este, me hables de dinero.
Ella levantó la cara y lo miró sorprendida. Luego, le dijo suspirando:
—Tengo que salir. Regreso más tarde.
En silencio, la dejó marchar.
En los días siguientes fue puntual: ya no esperó que le hablara de paga. Deslizaba en su bolso, con disimulo, la cantidad convenida. Ella, como las otras veces, se retiró con una excusa.
—¿Se puede saber a dónde vas? —se atrevió a preguntarle en una ocasión.
—Son cosas personales, muy personales —le respondió tajante.
Nunca más hablaron del tema.
“Pero, ¿por qué cambiaría de parecer?” —pensó. Había recorrido la plaza de armas y los principales lugares. La gente iba y venía, concentrada en sus quehaceres.
Una noche, cuando solicitaban el vino, él le habló con voz apenada:
—Este será el último vino.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Excede mi presupuesto.
—Nadie ha muerto por falta de vino —opinó ella.
—Me encanta oír lo que dices —dijo él sonriente, con los ojos alegres.
Al poco rato le preguntó, optimista:
—¿Por qué no alquilamos una habitación para los dos?
—Tienes razón —contestó—. Es buena idea.
—¿Estás segura? ¿No te molesta?
—Noo… para nada; así ahorraríamos y alcanzaría para mi… mi… paga —afirmó titubeante.
—¡No! ¡No! Estoy hablando en serio —dijo él.
—Está bien, está bien. ¿Sabes? —preguntó sincera—. Hoy no almorzaremos a la carta, compartiremos el menú del día.
—¡Sí! —gritó él—. Te quiero, te quiero. No sabes cuánto te quiero.
Ella se apartó despacio. No sonreía. Se había puesto triste.
—¿Quién nos va a querer a nosotras? —preguntó, y en un arranque inesperado, salió corriendo por los ambientes del hotel.
Él, de tres pasos largos, le dio alcance y abrazó con delicadeza.
—¡Vete! ¡Por favor vete! —le dijo—. Tienes que irte.
Él se quedó mirándola, helado; de una pieza. Después, como si una furia salvaje despertara dentro de su pecho, le dio un empujón y, ¡me voy!, gritó con voz ronca, y se retiró del hotel sin volver la vista atrás.
El semáforo se pintó de verde. Una pareja de campesinos cruzó la calle junto a él.
—“Pero, ¡qué tonto!” —dijo, de pronto, golpeándose la cabeza con la palma de su mano.
En la esquina, frente a él, había un quiosco de color amarillo con propaganda de una conocida marca de chicles. Dos jóvenes reían con la señora que allí atendía.
—“Pero, ¡qué tonto!” —repitió.
Se acordó que la señora del quiosco era a la que su pareja saludaba muy atenta. Se acercó. Luego de presentarse preguntó por ella, por su amada. Le habló de los días que, por allí, habían pasado.
—¡Ah! —dijo la señora—. Doña Lupe, la del hospital.
—¿Lupe? ¿La del hospital? —preguntó él.
—¿Es que no sabe su nombre? —dijo la señora.
—No, no me haga caso —se justificó él.
—Digo del hospital porque doña Lupe siempre ingresa allí —aseguró la señora—. Aunque no habla mucho, es muy respetuosa. Me saluda tanto al ingresar como al salir. Creo que tiene su madre enferma.
—¿Cómo? —preguntó él y, sin esperar respuesta, corrió como una tromba con dirección al hospital.
Averiguó su nombre. Se llamaba Lupe Lizarzaburú Chávez. Le dijeron que se encontraba en la sala de cuidados intensivos, cama número seis. Allí se dirigió.
En el trayecto observó que una muchacha avanzaba apresurada junto a una enfermera. Se acercó más y, cuando la reconoció, echó a correr. El corazón le latía desesperadamente.
—¡Lupe! ¡Lupe! ¿Por qué no me lo has dicho? —gritó alegre y triste a la vez. Al llegar a ella se apoderó de sus finas manos. “Qué frías están”, pensó, clavando su mirada en los ojos de ella.
Lupe estaba pálida, triste, al verlo su cara se llenó de esperanza.
—¿Por qué no lo dijiste? —volvió a preguntar él.
Ella le dijo que por vergüenza no había confesado lo que sentía de veras, que todo se inició con un dinero que pidió prestado cuando enfermó su madre, hacía más de un año, y que no podía devolver.
La interrogación quedó cubierta por un abrazo. |