Soltó las amarras y salió con rumbo incierto, no dejó a nadie en el puerto. Las nubes grisáceas pintaban un cielo encapotado. El mar se bamboleaba entre corrientes sin fin. El sol daba sus últimos toques. La noche se acercaba ávida de espacios. La soledad era amplia como el horizonte. Tan solo una estrella titilaba a lo lejos, el único ser con alma en aquel océano taciturno. Se dirigió hacia aquella luz tembleque. El frío no se hizo espera, en un principio imperceptible, después tan firme que calaba los tuétanos. Al momento, todo se oscureció. Mientras más se acercaba a la estrella, ésta más se alejaba –así le pareció. La lluvia decidió formar parte del escenario, se presentó tímidamente, luego, torrencial. Los vientos huracanados golpeaban indecentemente contra la embarcación. El temor y la angustia se hospedaron en el corazón del marinero. Se tendió en la popa en forma de crucifijo y fijó su mirada en aquella casi extinta estrella, mientras gotas lacerantes daban contra su rostro y su cuerpo. Elevó una plegaria y, misteriosamente, se quedó durmió. Soñó que otra vez era niño y jugaba en un parque de diversión, notó que todo a su alrededor era parque de diversión, como si el mundo fuera un parque de diversión. Despertó y se percató que la embarcación se agrietó y el hundimiento era inevitable. El mar se engulló la embarcación y el marino recibió, en lo hondo, la compañía perenne de las algas.