Su patio pintaba la pluralidad del tiempo, como una inmensa radiografía del espectro humano. Dos clavos desafiaban la gravedad del aire, pendiendo en una inspiración elevada y eterna, que lo reducía a todo lo deseado y no obtenido. Desde un costado, la sangre itinerante transgredía el resultado de sus huellas, como un delta aflorando entre la carne, victoriosa y marchita, invocando la deidad. Dentro, sus pupilas mutiladas ascendían desde dos huecos inertes, arañando la verdad hacia un nuevo territorio, para confluir en dos maderos atravesando el cielo. Allí su esfinge colgaba perpendicular al mundo, tallando el infinito que caía en un espectro temeroso y crédulo. Detrás, la tempestad y los silencios oscilaban amenazantes en el latir de lo pagano, como un manto anónimo de lamentos. Y las bocas indelebles y distantes, inscriptas en los cuatro puntos cardinales, cóncavas; convexas, aspirando el sabor de la putrefacción, bajo un norte de espinas coloreando el recorrido de su frente o declinando al sur con sus entrañas. Confeso; arrepentido; laxo; multiplicado bajo el peso de tus extremidades; solitario; traicionado; bendito; añorado; crucificado en un eco de quejas; amado; olvidado como un conjuro de los rezos; increpado; tras un manojo de hilos barajas la eternidad toda, que gira en torno a tu semblante.
Ana Cecilia.
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