Es triangular, de cristal de roca; pesado y macizo, como el tiempo. Fue tallado con prolijidad y esmero en un pequeño taller Checo. En su dilatada historia existe una mansión en París, la guerra, viajes en tren y en barco, algunos años en Marsella, otros varios en Barcelona. Muchos hombres sin rastro lo tuvieron en sus manos, también otros no olvidados; un cura pecador, un estafador de buenos modales, un director de orquesta, un suicida, (que se arrepintió de darse muerte mientras colgaba ahorcado). Un jardinero, que lo robó un domingo y lo devolvió un martes, sin que nadie lo notara. Ocho veces fue vendido, dos veces regalado. Pero de sus muchos dueños, nadie supo que su cuerpo está lleno de espejos, en infinitos anaqueles de cuarzo que se repiten y multiplican en perfecta simetría, y que vivió en lo profundo de la tierra, en una oscura tumba de piedra, durante millones de años.
Ahora reposa sobre un velador en un barrio perdido de Bogotá. Despierta cuando siente que alguien abre una puerta y enciende una lámpara. Luminosos destellos corren por sus pulidas aristas. Dos figuras de colores se deforman, moviéndose con lentitud en la confluencia de un abanico de facetas, en la zona cóncava de una esquina. Se acercan y entrecruzan, después se disgregan y dilatan. Se separan. Los cambiantes reflejos bajan a la parte curva central, hacia la base, y se quedan allí, moviéndose suavemente en un cadencioso ritmo, que se acelera y amaina; van y vienen por un bisel, y luego se detienen, permaneciendo quietos por varios minutos. Instantes después se enciende un brillo rojo que circula en espirales por todo su interior, luego otro, que rebota, se deforma y se mezcla con el primero. Cae un polvillo negruzco que se desmenuza sobre el fondo transparente, iterando y reiterando opacas pinceladas sobre el fondo diáfano; luego dos objetos blancos ocupan las canaletas diagonales de sus vértices, y aparecen y desaparecen. Pronto ambos quedan aplastados en el fondo, y uno de ellos irradia un tenue tinte carmesí, que se repite en las estrías diagonales del lado más iluminado.
Media hora más tarde, la puerta se abre y los destellos se devuelven por la misma arista. La luz se apaga, y todo queda en la oscuridad. Para el cenicero, es solo una pequeña y repetida muerte.
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