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El carnicero acomodaba un vetusto sombrero color mate en su cabeza apepinada, dejando los ojos y su amplia frente sumidos bajo los rayos del sol. Miraba el cielo mentón en alto, si alguien bajaba la vista de seguro veía el cuello transpirado, cubierto de manchas de piñén del carnicero, el cual exhibía el verdadero color piel en líneas horizontales descubiertas al extendido pellejo del cogote que sostenía una pechera sebosa, manchada de sangre y grasa. Limpiaba la prenda con una bayeta húmeda dejando un rastro turbio circular, posteriormente remojaba el trapo en un lavatorio lleno de agua inmunda, luego estrujaba para volver a bruñir la capa de sebo acumulado durante el día. Antes de empezar, el viejo carnicero sacaba desde el bolsillo del pantalón un pañuelo sucio como él, para sonarse la nariz roja de tinto, amenazaba con pasar a llevar una verruga mayúscula hallada en esa trompeta mococienta, arrebatadora de miradas fugaces desacostumbradas al rostro basto del “Quemao”; así le decían. Observaba el “Quemao” a los compañeros amalgamados al paisaje, cual desde sus ojos era opacado por un amasijo de polvo levantado por los animales en mescolanza con la fumarada emanada desde su boca disimulada por un grueso bigote deslucido; insolente, tozudo escupió al suelo como si aquel gargajo fuera un cuesco impetuoso desplomado en el dominio de sus propiedades. Ese gargajo pareciera ser el símbolo inicial para hacer lo que habitualmente se ha hecho en un oculto matadero clandestino situado al otro lado de la breña, al fondo, en los pies del lomo montañoso. Donde el eco de los gruñidos se grababa en las memorias de las rocas susurradas por el viento, hijo andino que acaricia arbustos milenarios y tristes; para allá en dirección a las montañas. Entre dos quebradas, a cinco leguas una de otra, ambas venas cordilleranas terminaban en el mismo brazo torrencial formado por los nacientes hilos de los deshielos. Entre algunos álamos descansaba el ranchito de adobe adornado de corrales endebles; yacía extenuado a espaldas sobre la mesa, su cabeza machucada de combos mal dados, el chancho sin noción de su peligroso estado, aturdido el pobre se prestaba al verdugo carnicero que lo acechaba. El agudo estridor de la cuchilla turbaba la difusa conciencia del inerme porquecino, el carnicero dirigía la vista penetrante en la faringe del cerdo que se abultaba pareciendo una gran nuez en el canto de la mesa, estando este con la pansa al cielo sobre la madera vieja; así lo tenían. El golpeado jadeo del animal se apoderaba de los oídos de los hombres, se tornaba elemento protagonista, la agónica tensión entre la vida y la muerte se apodera de la situación mental de cada individuo, el silencio envolvía su burda sensibilidad. Algunos tiraban con sogas amarradas a las patas del sacrificado, sus cuatro extremidades, una cruz a espaldas de la tierra, al igual como mataban los colonizadores cuando tiraban con sus machos desgarrando los brazos y las piernas de los nativos. Esto era lo mismo, pero no habían españoles; si no mestizos, padres ausentes ganándose la vida, haciéndose leyenda patética para sus hijos, que escapaban de sus casas inquilinas llenas de huachos, dejaban atrás sus miserias de esclavos sumisos, peones, capataces, obreros perseguidos por la imperante cultura patriarcal, burócrata, eclesiástica; aun así se encomendaban, aun así se arrodillaban como huachos también a su santa. “El Quemao” Calaba la cuchilla al cuerpo tendido, por su paso la cuchilla bailaba y el animal chillaba con voz de niño desgarrado; los rotos tiraban las extremidades mientras rebanaban las patas, los perros acompañaban el griterío; “¡Dale Carajo!”, inquietos miraban los animales, mientras las hojas descendían resignadas a la tierra, las nubes se asomaban por el estero, el río azotaba con celo el paso de su torrente impreciso; todos estos elementos llamó la atención de sus insipientes locuras sumidas en el elipsis de la culpa efímera, rebosaban los códigos del paisaje que dominaba toda dimensión, hasta la del espíritu torcido. Un frío ligero y bizarro se colaba por los poros de la piel para aglutinarse en las médulas zurradas de cargas inhumanas. Lentamente, sosegaban las convulsiones exorbitantes al igual que las venas hinchadas de furor del carnicero, sus dilatadas pupilas en los ojos amarillentos se enunciaban concentradas en un trance de carnívoro hambriento en caza. La herida chorreaba la sangre caliente que espesamente se deslizaba por el filo y la cacha, terminando en la fuente por un hilo que bailaba tímido con pequeñas oscilaciones al movimiento de la muñeca del carnicero en concordancia tras la última muestra de aliento del infausto animal, de vez salpicaba en la mesa, caía por las patas de esta, pintaba el pantalón del “Quemao” con gotas densamente oscuras que coagulaban impregnándose en la deteriorada tela. Apelmazados de confusa cordura los demás miraban al chancho y al “Quemao”; “¡Ya está Güeno ya!”, “¡Salió medio porfiao este!”, decía uno a lo lejos que mientras fumaba un cigarrillo limpiaba algunos utensilios del matadero. Ya mirando el cielo plomizo, se pasaba la mano por la frente manchando con sangre su piel sudorienta, el carnicero con rostro de otro cadáver más, miraba el cuerpo muerto, vacío, sin nada, su mano ensangrentada botaba sus últimas gotas aisladas, una tras otra hasta que la última se concibe pequeña, minúscula, suave, insonora; su caída en el charco de barro sangriento que se formó alrededor de la mesa que ya tiempo ha sido testigo de innumerables suplicios de no solo cuadrúpedos, si no también aves y humanos.

Texto agregado el 05-09-2013, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-09-2013 ojalá en su siguiente vida ese carnicero (producto de tu imaginación) sea devorado por un chancho. Todos deberíamos ser vegetarianos, tal vez así seríamos más humanos y menos animales. psikotika
 
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