Primera parte:
Sentada en la orilla del río recordaba los días en que vivía libre, la alocada sensación de no rendir homenaje a las reglas, mucho menos a la sociedad. Para Mercedes Castillo quizás este sería el último viaje de este tipo, quizás sería el inicio de su regreso. La noche anterior tenía algo de nostálgica para ella, más que la borrachera fue la libertad, fue la música, fue la oscuridad y sus estrellas, la oscuridad y sus ruidos. Dormir en un campamento y levantarse al alba. En aquel lugar se sentía especial. A su alrededor corría su hijo, subía la escalera y llegaba a la cima de ese juego en que subes una escalera y te deslizas por un tobogán, su cara sucia y su cabello desordenado la llevaban a cuando era niña. Corriendo sube la escalera y se lanza primero que él, desliza de espalda, de vientre, sentada; mientras, el niño la reta a ganarle en velocidad para subir.
A lo lejos un hombre los contempla con gran humildad. Se llama Alejandro del Pozo. Tiene la mirada de quienes han vivido, de quienes saben de sufrir y de dañar, a quien la vida le gano la partida pero no aún la llegada. Era un hombre inseguro, mas no por eso implacable con las cosas que se proponía. Sabía vivir intensamente y disfrutaba de ello. Tenía claro su rol en esta escena, pero no prometía un para siempre. Tenía las manos ásperas y secas pero cada una de sus caricias eran plumas rozando la piel de quienes amaba. Hacía un tiempo que no sentía tal tranquilidad, se olvidaba incluso de la vuelta al trabajo. Tenía ese día algo de importante. Se preocupa por su hijo, quizás demasiado, lo mira mientras su madre lo levanta de una caída y se acerca.
No lloró mucho, Vicente del Pozo era un niño valiente, al verlo llegar se enjugó las lágrimas y volvió rápidamente al juego, su padre tenía la facilidad de mostrarle la vida fácil, de hacer para él este un mundo de algodón. Vino al mundo de forma inesperada, entre vacaciones permanentes y días de caminatas a cualquier parte. Fue el resultado de dos personas apasionadas y dispuestas a amar en cada momento en que la vida lo dispusiera. Tenía los malos hábitos del primer hijo, de carácter fuerte, imponente y territorial, hablaba golpeado pese a sus tres años y nadie, salvo su madre, podía disuadirlo de lo que pedía; sabía las cosas que le gustaban y siempre estaba abierto a probar unas nuevas; no se arriesgaba a lo que podía no gustarle, en su corta vida, ya había descubierto demasiadas cosas indeseables. No sabe por qué está en este lugar, solo le dijeron que irían de campamento. No disfruta de la libertad de estar en el campo, acostumbrado a la ciudad, sus dibujos animados y sus juguetes sofisticados, lo único que lo igualaba es ese tobogán.
Estaban solo ellos, mirándose a los ojos y volteando cada tanto para vigilar al niño. Querían decirse algo nuevo, como preguntar a donde irían ahora, si se quedarían un tiempo, invitarse a un trago, mas solo él pregunta a qué hora tenían los boletos para volver a casa. Ella se los acerca para que les eche una mirada mientras le comenta lo grande y diferente que está el niño, él ya lo había notado y cada vez que lo recordaba le generaba una sensación de desapego, mientras ella solo sentía pena. Nuevamente le habla, esta vez era para comentarle las pocas ganas que tiene de volver al trabajo, de lo frustrada que se siente, de las ganas de libertad y de todos los momentos que evocó mientras bajaba ese cigarrillo a orillas del río. Él la escucha y se pregunta cuando dejará de pensar en ella, cuando dejará de hablar de lo que quiere y lo que no, mientras la mira piensa en todo el tiempo que pasa maquineando en su cabeza métodos para hacerla feliz y en cuanta felicidad le ha traído a él. Cuando vuelve a la realidad de quien tiene al frente le pone la mano en la boca muy suavemente y se aleja. Ella lo mira, perpleja, con la tranquilidad de tenerlo lejos y de no hablarle para llenar esos vacíos incómodos.
…………………………………………….
No se ha bañado en tres días pero no le importa, Azucena Gamarú viste las mismas calzas y polera que llevaba el primer día. Mira a su alrededor buscando a alguien que le ofrezca un porro. Nadie. Se acuesta en la hierba y le pica la espalda, se sienta nuevamente mientras decide cuál será su próximo destino. Lleva mucho tiempo en Sudamérica, quizás sea momento de ir más lejos. Ha dormido poco pero no se siente cansada, le gusta este espacio, le gusta la libertad de moverse, pero piensa en la comodidad de la ciudad, recuerda su hogar, su gente, sus noches cómodas y los baños calientes. No es una mujer de miedos, desafía a su propia naturaleza a ponerla a prueba, pero esta vez se siente cansada.
La ve tendida en la hierba y no se resiste a besarla, esa negra desconocida sacaba de Fanor Gutiérrez la pasión más embarazosa que había sentido desde la vez que sorprendió a sus padres follando, pone sus manos en su cintura y la levanta de un beso, la mira, contemplándola suevamente y piensa en el tiempo que evito estas sensaciones. Vuelve a lo suyo y mientras sigue en sus artes sueña con el próximo lugar a visitar con su negrita, le gustaría que fuera Brasil o Paraguay, y si hay que llegar más lejos quizás Panamá. Nunca se había sentido tan seguro de querer hacer algo con alguien, siempre había sufrido del desapego emocional pero esta vez se sentía cerca de alguien, del corazón de alguien.
Azucena Gamarú no tenía la misma determinación de antes, se sentía insegura e impulsada por algo que no la llenaba, pero que de todas formas la arrastraba, gozaba estando en público, pero en la privacidad de su espacio se volvía arisca y agradecía la llegada de su tercer compañero en el campamento, era joven y la sed de cosas nuevas le arrancaba el alma desde adentro, agradece la distancia que toma Fanor Gutiérrez y aprovecha de caminar.
|