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De lo que puedo dar testimonio, es lo que a cuentagotas me han ido diciendo Manolo y Felipe. Y de lo que se ha desprendido de las pláticas con Jose Antonio. Ellos dicen que aquella noche José Antonio no solamente tenía la luz apagada en los ojos, si no que era evidente que se encontraba en un estado de turbación. Pero que aun así, y con toda esa apatía, tomó su turno. Se habían lanzado en dos manos un póker de cuinas. La apuesta era jugosa. Señalan que más por costumbre que por otra cosa, cerró el puño sobre los dados. Mecánicamente los llevó a los labios. Y que a diferencia de otras veces, en las que no solamente hacia el símil de besarlos, -si no que incluso les susurraba palabras cariñosas-, en esa ocasión apenas se atrevió a una especie de soplido. Dicen que José Antonio movía el cubilete con desgano. Soltaba la mano con rigidez. Carecía de la cadencia habitual. Del rodamiento final que le hacia buscar intencionadamente la cara precisa de los dados. Agitó el cubilete. Golpeó contra la mesa el culo de aquel cubo, y enseguida sin más preámbulo dejo que rodaran los dados. Un sólo tiro. Una sola mano. Poco a poco se acomodaron 4 reyes y un as.
Póker de reyes.
Exclamaron todos
-ándale güey, cornudo con suerte
Dicen que fue el comentario de Federico.
Y a ese siguieron otros más en el mismo tenor.
Yo como siempre, -distinguido por mi silencio, y mi proverbial respeto-. Cuando me dijeron esto, les dije, como tantas otras veces, que tenían que haber dejado por la paz ese tipo de burlas.
La reunión había sido en casa de José Antonio. Y aunque aquello sonaba a las bromas de confianza habituales, en más de una ocasión había visto en la mirada de él, un reproche y un enojo que sin más, dirigía a su mujer, cuando ella nos acompañaba. Extrañamente, además de la turbación en la mirada y en los gestos. Mariana parecía haberse esfumado.
Lo vieron retirarse de la mesa con una extraña mueca en el rostro. Dejando que el resto celebrara aquel tiro. Elevó entonces la voz por encima de aquella algarabía.
-he soñado de nuevo con la muerte.
Los cuatro abandonaron la mesa de juego, y se acercaron para escuchar atentos, sentándose frente a él, en una, -a la distancia- extraña disposición de la sala, que los colocaba justo frente a él. Comenzó a contarles el sueño que le había hecho despertar aquella mañana.
Hay una neblina densa. Hay una casa apenas perceptible. Hay una mujer y una niña que sabe que le llaman, pero de las que no alcanza escuchar ningún sonido, ninguna palabra, ninguna seña. Puede percibir tan sólo la mirada y el lento movimiento de los labios. Están muy serias. Él se percibe como un observador externo. Pero también se sabe dentro de ese sueño. No es solamente un espectador, si no que sabe que ellas lo están viendo. Un hombre corpulento y viejo aparece justo detrás de ellas. Hay frialdad en aquel rostro surcado de arrugas. Tiene un machete en la mano. El hombre levanta el machete, sesga el aire. Sabe que con aquella fuerza lastimara a una de las mujeres. El asombro que lo lleva a despertar, es que justo con el golpe del machete, la mujer y la niña han quedado impávidas, al ver rodar su propia cabeza. Es entonces cuando al fin, ellas dos sonríen.
Felipe me comentó en corto, que mientras José Antonio hablaba, él tuvo el vago presentimiento de que vendría algo malo. No se hallaba a gusto con la manera en que los había sentado. Tampoco le gustaba aquella mirada y el lenguaje extraño de sus manos, y que sin poder explicar por qué, justo al concluir el relato, se levantó, apartándose de aquel grupo.
…Nos habíamos reunido el último jueves de cada mes, durante los últimos 20 años. La preparatoria nos había conjuntado, y el paso del tiempo había hecho de aquella amistad un solido refugio. Si bien eran las charlas y las bromas que iban y venían entre nosotros, -y que en algunas ocasiones amenazaban con desbordarse-, las estrellas de aquellas noches, todos compartíamos el gusto por el cubilete. Amen de los tragos que enardecían nuestros espíritus.
Éramos seis amigos que compartíamos no solamente aquellas noches, si no también asuntos de las familias. Las reuniones en las que nuestras parejas habían ido integrándose, y en las que nuestros hijos nos iban reconociendo como sus parientes.
-Anda con el tío Pedro, o el tío Federico, o el tío que fuese.
Y desde luego éramos también cómplices perfectos de los deslices discretos que a cual mas se daba el tiempo. Esta inmensa ciudad que permitía hacernos escurridizos. ¡Camaleónicos!.
Seis amigos y sin embargo, entre nosotros también habían secretos. Mariana, la esposa bella y discreta de Jose Antonio, era uno de estos, y el mas celosamente guardado. La esposa gentil y coqueta, ora con Felipe, ora con Manolo, ora con Federico, ora con Esteban.
Cada uno de nosotros moviéndose en este mundo dentro de los éxitos y los fracasos. Cada uno de nosotros con una personalidad fincada en los distintos valores y en las distintas ambiciones. Sin duda alguna, yo, el más discreto, el más respetuoso, el más ajeno a las bromas, el más propenso a equilibrar las disputas y mantener la cohesión entre los amigos.
En esta extraña soledad y abandono Jose Antonio me cuenta, lo de aquel día.
-Había abierto los ojos aquella mañana mucho antes de que el sol saliese. Hacia frio, y un silencio pocas veces imaginado. Mariana tendida a mi lado, con una quietud de tranquilidad e inocencia. Se veía muy hermosa con la palidez en el rostro y en las manos. Y se hacia nítido el halo violáceo en los labios. Lo había decidido sobre todo, por que ya estaba harto de aquellas miradas, y de aquellas sonrisas y de aquellos comentarios.
Entrampados con el relato del sueño, ninguno de los cuatro supo de donde llegaron los disparos. Por la cercanía, y seguramente por que él lo consideraba el motivo, alcanzó de lleno a Federico. De los otros tres, Manolo y Esteban gravemente heridos. Y Felipe, con un rozón en la mano. Fue este, quien finalmente pudo inmovilizarlo.
-No estoy arrepentido. ¡Para nada!, lo único que me alegra es que aquel día tú no hubieses estado allí. Mi mejor amigo. Me dice José Antonio, al despedirme.
Me alejo esta fría mañana y en el trayecto, rumbo a mi auto, voy cavilando en la providencia que hizo que en el último momento desistiera de acudir a nuestra habitual reunión. También pienso en Mariana. En su belleza y sus absurdos coqueteos. En Jose Antonio refundido en la cárcel. En Esteban con secuelas de por vida. Y en el grupo de amigos, desecho. Mi asistencia puntual al velorio. Y a toda la monserga de sanatorios y ministerios públicos.
A pesar de todo sonrío.
Y pensar que el único amante de Mariana, había sido yo.

Oscar Antonio Martínez Molina

Texto agregado el 03-09-2013, y leído por 240 visitantes. (0 votos)


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