El pelo recogido en un moño sobre la nuca, una raya pintada de rojo, cómo corresponde a su status de mujer casada, dividía su cabellera en dos; envuelta en un sari rojo que arrastraba por el suelo, con elegancia, con esa sencillez de quien sabe lo que lleva puesto, le daba un aire de diosa Parvati envejecida con sabiduría, un pendiente redondo cómo un mandala en la aleta derecha de su nariz, varios aretes en sus orejas, pulseras haciendo juego de colores con su vestimenta rodaban juguetonas en el brazo izquierdo, casi le llegaban a la doblez del codo. Cuando andaba sobresalían sus pies entre los pliegues del sari, más pulseras en ambos tobillos emitían sonidos cómo cuernos tibetanos, los dedos de los pies recogían anillos adornados con ámbar y lapislázuli. Ella es la abuela paterna de Smiriti.
A mi, igual que a los demás invitados a la boda de Smiriti con el hijo de nuestros amigos, nos impresionó toda la coreografía, llena de colores, música y situaciones no vividas con anterioridad, pues ninguno de nosotros habíamos estado conviviendo con una familia nepalí, en Katmandú, ni habíamos tenido trato directo, in situ, con el budismo real y diario.
La abuela viajaba, siempre, acompañada de su doncella. La necesitaba para que sus ropas y su comida estuviese en condiciones puras, o sea, no contaminadas. Por este motivo ni nos abrazó ni besó al estilo español, se limitó a juntar sus manos y doblar ligeramente el tronco y cabeza en señal de respeto, a la misma vez que de su boca salía la palabra "Namasté" la misma que pueden pronunciar una infinidad de veces al día.
El jardín de la casa, donde se celebraba la boda, estaba adornado con guirnaldas hechas de flores y hojas variadas y exóticas, el fuego dónde se quemaba la mantequilla purificada, emitía volutas de humo, cómo queriendo decir a la humanidad: Esto es un acto de amor universal. Compartidlo con nosotros, estaba en medio del jardín, debajo de una pérgola llena de flores. Alrededor los asistentes a la boda bailábamos, bebíamos y comíamos; los invitados nepalíes besaban los pies de la novia, en señal de respeto y, justo al lado, iban dejando sus regalos: Tela para confeccionar saris, joyas de oro, cuencos para comida, cántaros metálicos para el agua, etc, etc
Un mundo mágico e indescriptible, por desconocido, nos acompañó en aquellos días, próximos a los monzones, de aquel mes de mayo del año dos mil de nuestra era, dos mil cuarenta y siete para los budistas.
En recuerdo de la abuela de Smiriti, la dama del sari rojo.
Mariana Galán Guerrero
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