Una gota. Suspendida precariamente desde una saliente del tejado, amenaza con desplomarse sobre las baldosas. Se inflama, brilla a contraluz, es una pequeñísima esfera a expensas de la gravedad. Pienso: antes que esa gota toque el suelo, una constelación habrá nacido en las profundidades del universo. Un hombre ha entregado su alma y un bebé berrea en esta dramática posta de la vida. La gota amenaza con desplomarse y transformarse en una minúscula mancha en el piso. Entretanto, algunos amantes han terminado su relación, otros, han juntado sus labios en una comunión prodigiosa, casi mágica. La gota se inflama y se alarga, está a punto de desprenderse de su leve asidero, mientras las bombas caen sobre gente inocente. Todo pareciera terminar en segundos, mientras el ademán enérgico de un mandatario condena a varios al exilio. La gota se estremece, pero por una extraña razón, permanece allí, expectante, lánguida, paupérrima. Antes que caiga al piso, un hombre ha resbalado y se ha roto la cadera. Sus ayes de dolor son la sinfonía patética de ese crepúsculo suspendido. Una madre gime, una anciana mastica macilenta sobre una banqueta, los perros ladran, la noche comienza a manifestarse.
La gota cae por fin y uno no sabe si es una manifestación pura y misérrima de la naturaleza o es simplemente una lágrima que se desprende nostálgica desde los extramuros de la vida…
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