Era el año en que cumplí dieciséis. De mi primera estancia en el extranjero, en una universidad de verano española, había traído en mi equipaje una pesada pulsera damasquinada, con la que pensaba obsequiar a mi novia.
Tenía, por entonces, la pinta sombría y romántica de un adolescente tímido y atormentado.
Así que no es para extrañarse que, después de mi regreso, la susodicha pulsera, envuelta en su papel de seda, viajara largo tiempo, varios meses creo, entre los diferentes bolsillos de mis vestidos, sin que yo lograra encontrar la ocasión y el ánimo para ofrecérsela a la elegida de mi corazón.
Se llamaba Anita y todavía lo ignoraba todo de mis sentimientos. Fue lo que motivó la elección de la pulsera, menos comprometedora que un anillo, en mi opinión. Sin duda me sedujo la calidad del damasquinado toledano, pero también, qué duda cabe, su módico precio, a tono con mis medios de entonces.
Pero, ay de mí, lo que había de suceder sucedió. Una mañana dio mi madre con el objeto, olvidado en mi cazadora y me propinó un rapapolvo de los buenos.
Primero, intenté negar la evidencia, con el pretexto de un próximo regalo para ella, pero no fue buena idea :
— ¿Me puedes explicar entonces por qué quedaba ese objeto en el bolsillo de tu cazadora tanto tiempo después de du regreso?
Rápidamente tuve que confesar mi real intención, sin revelar, claro está - me hubieran tenido que aplicar tormento para eso - la identidad de la receptora. Y pronto cayó la sentencia:
— Eres demasiado joven para ofrecerle a una chica una joya. ¡Confiscada!
Cundió entonces en mí un profundo sentimiento de injusticia.
Quise imponerme una prueba destinada a vencer una timidez que empezaba a sentir como una pesada minusvalía en la vida y me privaban de los medios para llevarla a cabo. Estaba ulcerado y toda la mañana rumié mi rencor contra padres liberticidas y una sanción que atentaba a mi vida privada.
A mediodía, mi decisión estaba tomada. Dejé a la vista una nota en el escritorio de mi habitación : "Ya que no tengo derecho a nada aquí, me voy. Adiós". En realidad, no tenía intención de alejarme demasiado y este arranque era puro camelo. Y para que se supiera, abandoné la casa familiar desprovisto de cualquier equipaje.
Al fin del día, después de las clases, en vez de irme para casa, me encaminé, a la hora del crepúsculo, hacia Los Arenales. Conocía la existencia de un granero que me podría acoger para la noche. Por desdicha, llevaba el candado puesto y, de toda manera, quedaba vacío de cualquier forraje, por lo que vislumbré entre los batientes del portón. Proseguí mi camino, escondiéndome cuando oía un coche. Al pie del arenal se encontraba un centro de vacaciones en el que había trabajado el verano anterior. ¿Tal vez pudiera colarme al interior para pasar la noche? Desgraciadamente, todas las aperturas, puertas como ventanas, estaban herméticamente cerradas.
Escondido al pie de un seto de alheñas, estaba cavilando sobre cómo dormir abrigado, cuando el viento, en una de sus ráfagas de aquellos últimos días de marzo, resquebrajó el cristal inferior de una puerta ventana. Entonces, con una piedra, rompí la esquina, logré pasar la mano por el orificio así creado y pude manejar la falleba. Estaba en el despacho del Director y detrás se encontraba la enfermería. Hice recuento de sus existencias a la luz de una vela, abandonada en el sitio. Una camilla y una manta. En el botiquín, unos terrones de azúcar y un frasco de Ricqlès. Me comí el azúcar, bebí el alcohol de menta e intenté conciliar el sueño, envuelto en la manta, tendido en la cama de tela.
Crujían bajo la borrasca todas las tablas de aquellos barracones de madera, vestigios de las viviendas de urgencia de la posguerra, la luna llena alumbraba con luz cruda e inquietante la playa entregada al viento y se arremolinaban los pensamientos en mi cabeza como la última hojarasca en el patio. Largo tiempo estuve rumiando mis quejas, antes de dormirme por un par de horas entre pesadillas en las que me veía entregado a los gendarmes, esposado y ¡hasta en la picota!
Al romper el alba dejé el lugar con la inquietud de no poder borrar todas las huellas de mi fractura y emprendí el camino de vuelta a la ciudad. Había llovido toda la noche y relucía la carretera bajo un cielo claro. Humeaban los prados al sol naciente y un vientecito del Este le cortaba la piel a uno. Andando me fumé el último pitillo, con el estómago en los pies. Más o menos me llevaría una hora el regreso y en el ínterin tenía que encontrar una salida a la escapada.
El frío, el hambre, la fatiga de una mala noche ahora me daban una visión más razonable del contencioso y rápidamente llegué a la necesidad de reintegrar cuanto antes el domicilio familiar, para evitar tal vez que se lanzaran los gendarmes en busca mía.
Cuando llegué al quiosco-estanco familiar, estaba mi padre atendiendo a los numerosos parroquianos matutinos. Aproveché para cruzar la tienda sin más explicaciones y acudir ante mi madre, con la cabeza gacha, avergonzado y contrito.
En su cara todavía se leía la inquietud de una noche pasada en mi espera. "No vuelvas a hacer eso nunca jamás, ¿eh?" me dijo con voz baja, tendiéndome la pulsera damasquinada. Lloramos en los brazos uno de otro, prometí, me desayuné con prisas y salí disparado de la tienda hacia el instituto, sin atreverme a mirar a mi padre, detrás del mostrador.
En mi familia somos gente callada, como se dice. Nunca supe lo que pasó en casa esa noche y jamás me pidieron mis padres dónde la viví. Tácitamente acordamos poner entre paréntesis las doce horas aquellas.
No recibió Anita el regalo que la esperaba, por no haber venido a la cita que le fijé en una carta encendida. Años más tarde, la que ahora comparte mi vida tuvo a bien aceptar y llevar la pulsera damasquinada.
Su dorado barato se desgastó. Con todo el peso de emociones escapadas, yace hoy al fondo de un joyero.
Q. E. P. D.
©Pierre-Alain GASSE, 2009.
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