El se acercó a ella y le ofreció su mano para ayudarle a levantarse. Ella, acostumbrada como estaba a un mundo sin galantería, no hizo caso al gesto. Invadida por el miedo se levantó como pudo y, con la misma torpeza con que había caído, se alejó de él hasta que sintió su espalda chocar con la pared del callejón.

Él la observó tranquilamente, resignado. Sabía muy bien cómo reaccionaba la gente ante su apariencia y hacía mucho que ya no le sorprendía. Aunque aún le deprimía un poco que las mujeres bonitas torcieran su bello rostro con esa mueca desagradable al verle. ¿Era miedo? ¿Asco? ¿Desprecio? Odiaba pensar que era desprecio.

Se acercó lentamente, sin intentar calmarla. Y en ese preciso instante ella supo adivinar un destello valioso y hermoso detrás de sus ojos fieros. Vislumbró por un momento la sensibilidad cauta, el espíritu amable, la elegancia innata, la pasión de un carácter fuerte escondido en lo profundo de su terrorífico aspecto.

Logró tranquilizarse y sobreponerse al miedo, decidió enfrentarse a aquella imagen y conocerlo, abrazarlo, consolarlo. Decirle que ella era igual que él, solitaria y mal juzgada, que ella lo comprendía y que nada más importaba. Cerró los ojos como quien se abandona al beso y al abrazo e intentó acercarse, pero él con un movimiento rápido y decidido le quebró el cuello.