–Saquémosle pica a esa pareja –Dice él, girando la cabeza sin discreción y señalando a la pareja vecina, también sentada en el pasto. El césped a la izquierdo del campanil tenía cupos limitados, en primavera crecía la demanda de aire libre.
–Parece que van a discutir –dijo ella, después de observar con disimulo.
Se dedicaron a su propia intimidad. Él la besa. Se detiene. Se explica.
–No, así no. No quiero besos fomes; quiero besos de los buenos, como si mañana fuera al campo de batalla, a la guerra.
–¡Oh! No te vayas –declama ella actuando de actriz sin talento. Y continúa– ¿Qué será de mi cuore? ¿Qué haré sin mi amore mío?
–Extrañarme, obvio.
Se besaron largo rato. El tiempo pasa. La sombra los alcanza y tienen que cambiarse de lugar: buscar el sol un par de metros más allá. Acarrean sus cosas, también llevándose la humedad del pasto, absorbida en los jeans, en la mezclilla oscurecida y pegoteada al perímetro del par de nalgas.
–Mejor sentémonos así. Pongo mi mochila, me siento en la mochila. Estiro las piernas y tú te sientas sobre mí con las piernas estiradas ¿Okey?
–¿Estiradas cómo? –Preguntó ella–. Ni loca pondré mis piernas arriba de tus hombros.
–No. Es así. Igual que el baile del koala, pero sentados –hicieron la figura– ¿Estas cómoda?
–Sí ¿Y tú?
–Comodísimo –afirma él, con satisfacción.
–Me avisas cuando sientas hormigas en los pies.
–OK. Pero no creo eso pase. Contigo siempre tengo buena irrigación.
–No creo que sólo te pase conmigo.
–Es verdad, sólo contigo se me sube la presión.
–Seguritamente.
–Oye… !Esta sentada es genial! Desde aquí te puedo hablar, mirar, besar, abrazar, o todo al mismo tiempo. Es una postura digna de un caballero como yo: un gran gesto para que la damisela no se moje el traste. Bautizaré esta forma de sentarse. Se llamará… –pensó. Dio tiempo a la ocurrencia–. ¡Ya sé! Por cómo debieran vernos desde arriba ¡Se llamará... Yo diré ¡Hagamos la X! Y enseguida estaremos acoplados, fusionados, como el robot de los Power Ranger.
Luego se sentaron como la gente. Después como animales, echados, de lado y boca arriba, imaginando figuras en las nubes. Tras cada round de besuqueo pausaban para conversar. En una de esas pausas él se percató que hacían espejito, ambos arrancando pasto. Se lo comenta. No sabían quién comenzó o quién imitó a quién, pero había muchos montecitos de pasto suelto. Estuvieron cortando el pasto con las manos: igual que vacas pastando, pero cerrando dedos en lugar de dientes. Fue una acción improductiva, no consiente, pero realizada con placer. Una distracción ociosa como el pasar la tarde comiéndose las bocas.
Él veía estudiantes transitando, dirigidos con una dirección, yendo a producir, porque el tiempo apremia y da fortuna. Pero él sentía no encajar en ese tiempo y, aun así, se sentía mucho más afortunado. No tenía prisas. No quería asistir a la clase de las 4. No, hoy no. No podía encerrarse y aprender cosas productivas. Hoy no perdería la oportunidad de acordarse de este día. La sombra avanzaba marcando el fin del sol, y, al reubicarse, se acercaron otro poco a la pareja que denante discutía, y como ella tenía el súper poder para escuchar una aguja caer en el tercer piso de la facultad, allá bien lejos, le fue inevitable no escuchar la conversación ajena y oírlos decirse cosas tristes.
–Están rompiendo –afirma ella. Él gira la cabeza para ver, pero esta vez lamentó su indiscreción. Luego dijo–. Creo que se fueron a la guerra. Por contraste, al vernos, deben pensar que seguir juntos es una pérdida de tiempo.
–No. Al vernos, deben pensar que necesitamos un motel.
–Imagina, tú y yo al borde de la carretera, besándonos con show, haciendo publicidad con un cartelito escrito: “Motel a 5 km”
–y en letras chicas…. “No tenemos auto, no alcanzamos a llegar”.
–¡Sí! Y el dueño del motel nos daría comisión... Atrás quedaría la pobreza.
–Y este Capri sería un Toblerone. –agrega ella, sosteniendo el chocolate, recién descubierto, que asomaba del bolsillo de él.
–Debe estar molido. En todo caso prefiero el sabor de la frutilla artificial. Y es mío. Devuélvelo.
–Pero si lo tuyo es mío y lo mío es mío –sentencia ella, con seguridad.
–Cierto –Él procesa, mira el cielo, se muerde el labio, compara lo escuchado, replica– O sea no. Eso está mal dicho.
–He dicho la verdad, nada más que la verdad.
–Bueno, tú ganas. Total yo siempre digo que soy gratis.
–Eso sí que es feo. Se interpreta pésimo. Empezaré a decir lo mismo a los demás a ver qué te parece.
–Te lo prohíbo. Copiona, inventa tus propias frases fomes.
–Para que veas que soy buena, te daré un cuadrado –le acerca una porción de chocolate, previamente molido y partido, para ser cogido desde el envoltorio. El cuadradito cae. Él lo recoge del suelo y se lo come. Ella le reprende– ¿Pero cómo te lo comes? Se cayó al suelo.
– ¿Cómo voy a desperdiciar un chocolate? En África los niños no tienen que comer.
–Pero tú no eres africano y estamos en Chile.
–Igual, sería un insulto para los niños africanos –repuso él con solemnidad.
–Pero el suelo está sucio.
–Todo está sucio. El pasamanos de la micro, las monedas de vuelto que recibes del chofer, tomadas con la misma mano con la cual se rasca las bolas en cada rojo del semáforo. Incluso el mismo aire que respiras contiene piñén particulado. Por eso…
–!Ya ya ! si ya entendí –le interrumpe ella haciendo gestos con las manos.
–Por eso –continua él, a la fuerza, por su tendencia a dar la lata– ¡Dichosa la ignorancia! Porque mientras no tengamos la certeza de las cosas, todo ok –dijo, muy ufano de su autocitable cita celebre.
–Entiendo. Como cuando me besas el cuello y el hombro, y minutos antes de que llegues a mi casa mi gato me ha lamido toda.
–Touché –afirmó él. Ella ríe celebrando la victoria. La desgracia ajena le causaba gracia, siempre cuando las consecuencias no importaran. Y justo, por coincidencia, él era objetivamente desgraciado y subjetivamente nada le importaba. Salvo, estar allí, con ella. Todo lo demás era relativo. Sólo necesitaba pensar en los niños africanos y el problema personal se convertía en una estupidez irrelevante. Con esa máxima en mente le producía enfrentaba las preocupaciones. La mitad de las veces funcionaba, otras no.
Ella seguía celebrando su victoria. Él, en cambio, tendría la victoria con otro tipo de estocada. Diría una frase repetida, gastada, pero muy serio y convencido, para qué por lo menos se escuchara diferente–. Te amo tanto.
–Yo también te amo –contesta ella, en resonancia. Baja la mirada y dice–. Ojala nunca nos pase lo de esa pareja.
Ella mira un montecito de pasto suelto. Toma un puñado y, de a poco, con movimiento leve, fue dejando caer pasto en pedacitos. Él, que veía la palma de la mano de ella con los dedos relajados, rendidos y sin fuerzas, recuerda un tema de Gianluca Grignani y piensa que nunca dejaría su historia entre sus dedos, y que ojala nunca, él y ella, se rompan en pedacitos de esa forma. |