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Con la cara blanquienrojecida, Luisa observaba el brillo del arma. Sin duda, la noche que se confundía con su negro metal prometía un tamaño apócrifo. Toda la delgadez de su brazo enloqueció al tomar ese revólver y sujetarlo con falsa seguridad. Por último, el disparo final, que resultó en el despertar del sueño, del que emergía sudorosamente, sudada. La sábana, amarilla y con flores, se pegaba levemente a su cuerpo, con una espesa humedad. La luz de la lámpara iluminó un rostro. Carlos dormía a su lado, roncamente. La serenidad onírica le daba un aspecto aún más despreciable. Lo odiaba secretamente y deseaba que esa vigilia que sentía caer sobre su flaca y desnuda espalda no fuera más que otra pesadilla. Percibía, quizás al preparar un té o al coser una pollera, el fresco saludo del aire en su niñez, en el campo. Caballos cimarrones, negros y en menor cantidad blancos poblaban los destellos de su memoria, en la que descansaba una amarga esperanza. Esperanza de un recuentro con la felicidad, con la despreocupación y la inocencia, con el amparo de la soja y el trigo.
De repente, un súbito movimiento. Ágilmente Carlos sacudió una de sus grandipeludas piernas. Luisa tomó su rubio cabello, lo mordió y lo chupó, enredándolo en sus dedos. Nervios. La casa de papá quedaba tan lejos. La adultez, se animaba a esbozar, queda lejos de todo. Recordó también el perfume de alguien, que ya no tenía cara, pero su dolor de cabeza no le permitió recordar más. Descendió bajo las sábanas y se prendió el corpiño, imperceptiblemente rasgado, para ocultar la obscenidad de sus senos. Luego, enderezándose, escapó de la cama. Vistiéndose con preocupada calma, abrió con lentitud la puerta, para que su compañero no se despertara, y salió.
Ya en la calle, junto con el frío, tocó su piel Alejandro. La besó bruscamente, apretujándola contra su enorme cuerpo. Ella lo golpeó, deseando tal vez alguna suavidad. Las estrellas no brillaban. Su rostro, a diferencia de otras noches, tampoco. Lo blanquirosado de su tez y sus claros ojos le daban un aspecto fantasmal. Quizás Alejandro sintió, al verla, algo de miedo. Ella lo iba a dejar esa noche, pero su cobardía no se lo permitió. Prefirió en cambio continuar las ya rutinarias y poco excitantes caricias. Prefirió sentir junto al cuerpo de su amante a la muerte, al deseo enterrado, a la esperanza desaparecida.
Luego del previsible ritual, él amante ofreció al orgullo de Luisa un gesto. Le dijo que la quería. Ella, completamente ofendida, lo despreció, así como despreciaba todas las cosas que se alineaban en la cosmología de su existencia.
Volvió a su casa y comenzó a bañarse, para borrar la casi epidérmica vergüenza. Sentía como el vapor del agua caliente inflaba sus pulmones narcotizados. La cálida lluvia de la ducha cayendo mojaba sus pequeños pechos, su flácido vientre y sus anchas caderas. Pensó, como en todas sus duchas nocturnas, en las triviales compras que haría al día siguiente. Algo extraño crecía, sin detenerse, dentro de su cuerpo. La incomodidad ganando terreno; algo dificultaba su respiración. La vida parecía reclamarle en un ahogado suspiro la culpa de miles de sueños insatisfechos.
Cuando volvió a la cama cierta luminosidad del día mostró la pequeñez y la suciedad de la habitación. Al cubrirse con las sábanas y rozar la piel de su roncante marido sintió -en medio y a pesar de esa profunda tristeza que marcaría para siempre su vida- un tibio y dulce momento de felicidad, como habría sentido en su niñez mientras corría a caballo, y logró esbozar una modesta sonrisa.

Texto agregado el 26-08-2013, y leído por 212 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-09-2013 una vida complicada e instisfecha.hermosa la narracion. jaeltete
 
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