SOUVENIR DEL BOSQUE
Dicen que los chicos siempre nos enseñan algo. Quizás sea porque, a veces, despiertan al niño dormido que todos llevamos dentro.
Se aprende de ellos a mirar directo los ojos, a creer en la factibilidad de lo imposible, a expresar abiertamente los sentimientos , a pedir con todas sus fuerzas lo que desean y a leer con escaso margen de error los sentimientos del prójimo.
Es por eso que cuando mis sobrinos de 4 y 6 años vinieron corriendo a despertarme esa mañana para avisarme que debajo de la cama había un duende, no dudé levantarme de un salto y seguirlos .
La luz de la habitación que usaban cuando se quedaban a dormir en casa era tenue, así que con una linterna, los tres, en silencio y con sigilo, lo empezamos a buscar . No lo encontrábamos por ningun lado.
Estaba escondido en el fondo del placard, en cuclillas, temblando. Cuando lo iluminé nos miraba con una mezcla de terror y súplica. Medía unos 10 cm mas o menos, llevaba puesto un trajecito verde , cinturón negro y un pequeño bonete haciendo juego.
Apagué la linterna y le ofrecí sonriente la palma de mi mano.
Tímidamente se fue subiendo y así lo sacamos con sumo cuidado del placard.
Mis sobrinos estaban muy exhaltados, queriendo llamar a todos para mostrarlo, pero
se aquietaron cuando , con una vocesita apenas audible nos dijo que si avisábamos a alguien más, desaparecería en el acto. Por tanto decidimos guardar el más absoluto secreto…hasta hoy.
Nos contó que en realidad era de Villa Gesell, vivía dentro del bosque norte, a dos cuadras del mar. Se había metido en mi canasta para curiosear el verano pasado, una tarde nublada en la que habíamos ido a tomar mate al bosque. Al escucharnos hablar, decidió quedarse dentro de la canasta, y no sabe cómo ese mismo día fue a parar a la valija y luego al baúl del auto . Yo recuerdo esa tarde, la última de las vacaciones, el verano pasado. Luego de esos mates en al bosque, hicimos las valijas, y a la mañana siguiente volvimos a Capital.
Estaba refugiado bajo una de las camas de mi casa desde hacía dos meses. No sabía cómo volver a Villa Gesell. Se sentía perdido y asustado. Esto no se parecía en nada a su bosque, había mucho ruido, artefactos raros que hablaban y cantaban solos con gente adentro, encedidos casi todo el día, sin pinos, pájaros con quien charlar, sin el sonido ni la brisa del mar. Por las noches , se había aventurado hasta el balcón y las luces de la calle no le permitían ver a sus amadas estrellas. Ni qué decir de lo solo que se sentía, sin noticia alguna de familia o amigos . Una noche creyó ver a uno de sus compañeros entre las plantas del balcón, pero cuando se acercó, ya no estaba.
Agregó que, si bien deseaba ansiosamente volver a Villa Gesell, había perdido parte de sus poderes. Podía desvanecerse unos instantes, pero volvía a aparecer dentro del departamento una y otra vez.
Yo miraba la cara de mis sobrinos, esa fascinación tan primordial que solo los chicos tienen cuando algo los impacta. Lo contemplaban y escuchaban casi sin pestañear con la mirada brillante.
Nos reconoció que algún poder conservaba todavía: el de cumplir un deseo. Pero tenía que ser el deseo de un niño, y un solo deseo , nada más, y señaló a mis sobrinos.
Los chicos se miraron entre ellos con una felicidad incontenible en el rostro. Se quedaron pensando unos instantes y se retiraron un momento al cuarto contiguo para ponerse de acuerdo sobre el asunto del deseo . Yo , en tanto, me quedé a solas con el duende, dudando de la realidad de la situación, solo avalada por la presencia de mis sobrinos. Me narró sus avatares en el bosque que habitaba con sus pares casi desde la fundación de Villa Gesell, cuando el viejo Don Carlos, plantó los pinos en la arena, y milagrosamente prendieron gracias a la ayuda de ellos. Habían colaborado bastante con la creación del bosque. De noche, hacían pequeñas canaletas de agua dulce desde un arroyo cercano para que los escuálidos e incipientes plantines recién sembrados pudieran prender en esos hostiles médanos. Los protegían del implacable viento de la tarde con pequeñas murallas de ramas y piedras que colocaban a su alrededor cuando caía el sol. Al amanecer, no obstante, retiraban todo para no alertar a Don Carlos. Pensaban que él los había visto, que sospechaba de su presencia en el bosque, pero nunca había dicho nada. Así surgió el pinar en medio del médano, su casa, donde siguen viviendo hasta hoy. Más de una vez tuvieron que apagar con barro un incipiente incendio que algún turista desaprensivo ocasionó con esas peligrosas fogatas nocturnas que acostumbran encender o con alguna colilla de cigarrillo.
Yo lo escuchaba atenta tanto o más fascinada que los chicos, quienes, en ese momento entraron ya con la decisión tomada. Al verlos, traté de imaginar lo que podrían pedir: el rango iba desde un viaje a Disney hasta el juguete más caro de la juguetería del barrio.
La nena de 6 años comunicó el deseo pactado con su hermano de 4, pero se dirigió a mí en lugar del duende: “Tía…lo que más deseamos… es que el próximo finde, nos lleves en el auto hasta Villa Gesell para devolver al duende al bosque, está extrañando mucho a su familia...” me dijo señalando al pequeño con su dedito, al tiempo que su hermano asentía con la cabeza.
Me quedé con la boca abierta, pensando que sólo un niño puede ser tan empático y solidario.
Y así lo hicimos, lo devolvimos al bosque el fin de semana siguiente, con la excusa de una escapada turística, pacto de silencio de por medio.
Luego de dejarlo, y tras verlo internarse feliz y agradecido en el bosque norte, emprendimos el regreso. En el camino, volví a escuchar sus vocesitas infantiles desde asiento trasero del auto: “Tía… antes de volver a casa, podemos pasar por Mundo Marino? dale…porfa…” me dijeron con ese irresistible tono que usan cuando me piden algo que desean mucho. Y bueno, terminamos viendo las piruetas de los delfines y lobos marinos en San Clemente, antes de terminar en la larga cola de la autovía 2 el domingo por la tarde para entrar en Buenos Aires.
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