Hace unos días al salir de casa vi a tres vecinos de enfrente, que ayudados por el hombre que barre las calles y agarrados cada uno a la pata inerte de un perro de piel café clara, lo metían sin contemplaciones al bote de la basura. Por supuesto, intuí que estaba muerto y que con el fin de que no se quedara tirado en la calle y se empezara a descomponer, lo habían recogido y echado a la basura. Me dio dolor ver aquello, porque el animal era un perro vagabundo, llegado quién sabe de dónde y que se aclimató a permanecer con los vecinos de la esquina, quienes dadivosos le dieron algo de comer y lo dejaron estar y dormir a la puerta de su casa, sin tenerle demasiadas consideraciones. Ahora estaba muerto y aquello ya no importaba para nada.
Más tarde le conté a RBG y a Adler lo que había visto:
- ¿Saben quién se murió?...el perro de la esquina, el color café, ése que andaba de aquí para allá husmeando entre los desechos, buscando alguna cosa para comer.
- No puede ser - dijo RBG,- lo vi apenas ayer y se veía muy bien, estaba en la esquina echadito en la sombra y mordisqueando un hueso.
- Pues no sé - respondí -, sólo vi que lo estaban metiendo al bote de la basura y lo llevaban cargando de las patas.
-¿No lo envenenarían?- sugirió Adler,- porque yo también lo acabo de ver.
- No lo sé, pero ya está muerto.
Los comentarios no pasaron de ahí.
Fue hasta el día siguiente, al ir a la tienda para comprar algunos víveres, que me espanté de veras. Al llegar a la esquina y dar la vuelta, me encontré frente a frente con el perro muerto; pero no estaba muerto, sino vivito y coleando como todo perro decente. Me asusté un tanto, no porque pensara que fuera un fantasma o que había resucitado, sino por la mirada perruna con la que me contempló al momento de encontrarnos. Era una mirada triste, como resentida, llena de desamparo y desafío al mismo tiempo. Parecía querer decirme:
-Aquí estoy. ¿Me ves?...no estoy muerto.
Me alegró que el animal estuviera bien y no en el valle de los perros difuntos. Y que lo que vi cuando lo metían al cesto de los desperdicios, hubiera sido sólo un error de apreciación, quizás una ilusión; pero juro que lo vi todo tieso, muy rígido, dejándose llevar como una marioneta o un verdadero muerto.
Debo asentar aquí, que los perros no me gustan, ni grandes ni pequeños, ni finos ni corrientes, ni poco ni mucho. Por eso, de niño nunca tuve uno, ni pedí uno, ni quise uno. Hay muchos perros bonitos y bien educados, entendidos, limpios, “monos”, cariñosos, y aunque generalmente soporto su cercanía, no estaría dispuesto a comprarles comida (de entrada, las croquetas no son nada baratas)con el consabido detrimento de mis bolsillos, bañarlos de vez en cuando, llevarlos periódicamente al veterinario, cortarles el pelo y las uñas, limpiar su pipí y su popó; esto último es un verdadero suplicio, secar o levantar el producto de sus necesidades corporales. Si difícilmente soporto apenas el hedor de las mías, por qué tengo que soportar el olor de las de ellos. En casa tenemos dos perros chihuahueños, no, dos perritas (así, en diminutivo, porque corro el riesgo de que la familia me excomulgue…que tampoco me preocuparía demasiado), son juguetonas y cariñosas, pero tienen también el defecto imperdonable de clonarse y dejar sus “gracias” por todos lados, además de ladrarle con furia a todo aquel que llega a visitarnos. Es para ponerse a llorar.
Sé perfectamente que esta batalla la tengo perdida. ¡Perros jijos y suertudos!...
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