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Esta mañana, como tantas otras, luche hasta el cansancio por vencer el peso del acolchado y poner los pies en el suelo. Siempre me costó levantarme, pero ese día era especialmente frío. El invierno me había encontrado en un momento extraño de mi vida, mi mente ya no era la de antes, sucumbía ante intrincados acertijos que la mantenían en vilo toda una noche, o se empachaba con engorrosos cálculos matemáticos que no llevaban a ninguna parte, quizás a causa de no encontrar mejores retos en mi vida, o quizás sea una etapa que todos alguna vez tenemos que pasar, sea cual fuera el caso, no importaba.
Deslice el pie izquierdo por de bajo de la frazada y sentí el punzante frío del piso subiendo por la planta del pie. En un esfuerzo sobre humano, arroje fuera todo el conjunto de capas que cubrían mi ahora expuesto cuerpo. Inmediatamente me invadió esta sensación, sentí como si mil agujas me picaran. Me levante de un salto, y corriendo atravesé la puerta y luego el pasillo, entré al baño, cerré la puerta, encendí la estufita de cuarzo y, encorvado, hecho una bolita, me quede a la espera de esa radiante luz roja anaranjada. Estaba tan cerca de la estufa que mis mejillas ardían.
Siempre detesté el frío. En las noches de verano, nos juntábamos en alguna casa un grupo de amigos a tomar una copa y matar la noche, los bares solo abrían los fines de semana, y nosotros, jóvenes, poseíamos la fortuna del tiempo libre. Era común que en esos mitines, nacieran discusiones alocadas, en realidad algo típico de un grupo de amigos que se conocen desde hace tiempo y no tienen nada nuevo de que hablar. Uno de los tópicos mas frecuentes, era si uno prefería morir congelado o desintegrarse en llamas, obviamente que yo era un defensor acérrimo de inmolarse como una antorcha, aunque la idea de conservar un cuerpo congelado, así en un futuro, gracias a una mejor tecnología poder revivir, era digna de tener en consideración.

En el momento en que sentí que la habitación se había templado y el frío era solo un mal recuerdo, me incorporé y comencé con la rutina matutina de aseo. Cepillé mis dientes, esto tomaba su tiempo, debía hacerlo lento, si me apresuraba o lo hacía bruscamente, mis encías empezarían a sangrar ya que son muy sensibles, lo que hacía de cepillarse algo no muy placentero, pero disfrutaba mucho del sonido que producía al hacer gárgaras cuando me enjuagaba la boca. Luego, un desagote de líquidos, y finalmente un enfrentamiento contra el espejo. Este ultimo, hacia las veces de puerta de un botiquín que estaba empotrado en la pared, a la altura de un cristiano normal, pero ese no era mi caso. Mis 188 centímetros sobrepasaban por 4 de estos al límite superior del espejo, suficientes como para tener que inclinarme si deseaba observar bien mi rostro.
El botiquín era antiguo, casi tanto como el departamento, dejaba entrever sus años en una esquina del espejo, precisamente la esquina inferior izquierda, donde había perdido su facultad reflectora, y daba la sensación de que un manto de oscuridad estaba devorando el cristal. En él, se vislumbraba una cuadricula azul verdosa de azulejos.

Una fuerte presión invadió mi pecho, un sudor frío empezó a recorrer mis manos y un nudo en la garganta resistió el abate de lo que quiso ser un grito. Mis ojos temblaban en presencia de ese resplandor azul verdoso que dejaba en evidencia la completa ausencia de mi reflejo.
Di un paso atrás y me queme con la estufita de cuarzo, pegue un salto y la estufa y yo aterrizamos en el suelo, mi cabeza se encontró con el bidet y quede tendido e inconsciente.
No se cuanto tiempo transcurrió hasta que recobre el sentido, pudo haber sido algunos segundos o varios minutos, lleve mi mano a la cabeza y en la sien derecha encontré un desmesurado chichón.
Me acomode como pude en el pequeño espacio que brindaba el piso del baño y permanecí recostado ahí, no tenia intenciones de moverme por un buen tiempo, igualmente el dolor de cabeza no me dejaba pensar con normalidad. Sí bien había perdido el conocimiento no había olvidado lo sucedido, en sí, esa era la verdadera razón por la cual no me enderezaba.
A través del espejo, como en un plano contrapicado, un foco de 60 watts era el personaje principal de lo que tranquilamente podría haber sido una obra de Marcel Duchamp.
Lo lógico, decía esa vocecita interior con la que todos alguna vez conversamos, sería cerciorarse de que no haya sido un mal entendido.
Era común que al levantarme a la mañana mi mente se encontrase en un estado intermedio entre la vigilia y el ensueño. Muchas veces, aprovechando esta particularidad, programaba el despertador para que sonara de madrugada, de esta manera, al volver a dormirme, lo hacía en este doble estado mental, esto me daba la posibilidad de contralar mis sueños y llevarlos por donde quisiera. Este juego onírico, también traía sus contras. Soñaba con tanta claridad que era común no poder diferenciar entre sueño y recuerdo, sumado al hecho de que al otro lado del muro, los sucesos podían no ser del todo fantásticos, tanto así como la vida real. Ya se imaginaran las consecuencias.
Lo lógico, decía esa vocecita, ¿pero que sabe ella?.
La cabeza me estallaba, el chichón latía de dolor al ritmo del corazón, volví a llevar mi mano hacia él, quería saber que aspecto tenía, pero, ¿como iba a hacerlo si no me podía ver en el espejo?, ¿y si esto era permanente?, nunca volvería a ver mi rostro, afeitarme sería toda una proeza, y encontrar un barbero en estas épocas es como querer cuadrar el círculo. A todo esto, ¿dónde carajo estaba mi reflejo?!, si es que estaba en alguna parte, al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de reflejos?, todo lo que había leído en libros de física, sobre partículas de luz rebotando en superficies, índices de refracción, lentes convexas, prismas, y un sinfín de datos, dejaron de tener sentido en el instante en que me asome sobre el cristal.
Al diablo con la física!, y al diablo con el espejo, ya no soportaba esta situación.
Con la misma habilidad que una persona de 70 años, me sujete de la bacha y me impulse hacía arriba, sujete el botiquín con los dos brazos y enfrente mi rostro contra el espejo.
Mi nariz rozaba el frío cristal. Otra vez la matriz azul verdosa de azulejos delatando lo innegable.
Mi jadeante aliento empañaba el vidrio, sentí como mis ojos se hinchaban tratando de contener un llanto, sentí ira, un calor recorrió mi cuerpo y enloquecí, comencé a golpear la puerta con mis puños y no recuerdo bien que más, estaba cegado por la rabia. Esta vez no pude contener las lágrimas, rugí maldiciones a ese espejo dantesco, ese cristal del averno.
Que osadía la de este artefacto al no cumplir con su única tarea!, ¿o era yo el del problema?, ¿acaso había perdido mi alma, o me había convertido en una especie de vampiro, como en esas viejas películas?.
Abrí la puerta empujando la yacente estufa de cuarzo, y la atravesé hacia el comedor, el frío ya no era el problema. Buscaba mi reflejo en todos lados, en el vidrio de una ventana que ahora era azotado por la lluvia, en el cristal del viejo aparador de la abuela, en la sucia pantalla del televisor. Agarré un vaso que descansaba sobre la mesa, y lo sostuve frente a mi cara, pero no había rastros de él.
Violentamente arroje el vaso contra la pared al mismo tiempo en que dejaba salir todo el aire de mis pulmones con un grito.
¿Era esto un sueño?, ¿acaso una mala treta de Morfeo, un juego con el cual apaciguar el aburrimiento de su sempiterna existencia?, ¿o era esto real?


Sin duda alguna un ciego no me entendería, mi rostro era el paradigma de mi ser, ¿o acaso no es lo primero que uno evoca al recordarse?, tendría que lidiar con toda una nueva forma de existencia, una nueva forma de vida, ¿cómo se lo tomaría mi familia, mis amigos?!.
Finalmente me rendí, sequé mis lágrimas, y arrastré mis pies hacía mi cuarto, me dejé caer en la cama y volví a taparme con los gruesos mantos.
Yo no iba a soportar una vida así, ¿quién pudiera dar explicaciones a los curiosos?, un día desperté así, les diría, ja!, y tendría que alejarme de las vitrinas, ventanas, espejos y todo tipo de cristales cada vez que esté en presencia de extraños. No, no la soportaría.

La lluvia golpeaba con fuerza la venta de mi cuarto, el sonido de la lluvia era lo único que lograba apaciguar mi mente, era como si el tiempo corriera más lento y serenara los sentidos.
Mi cama estaba deliberadamente orientada de manera en que pudiera ver la ventana estando acostado. Por las noches la luna lentamente se asomaba y cruzábamos miradas hasta que alguno de los dos se durmiera, de vez en cuando ella no concurría a las veladas, al igual que yo, perdía su reflejo.
Así como a la luna, algo debía estar eclipsándome, un muro invisible separaba mi existencia de mi esencia, de mi dasein como diría Heideger, pero como todo eclipse debía pasar, debía terminar.
La tormenta había cesado en el instante en que abrí los ojos, o por lo menos no había rastros de ella, solo algunas nubes cubrían el cielo. Me levante, ya sin tener que hacer esfuerzo y me dirigí hacia el baño. Luego limpiaría el desastre del comedor, me parecía algo lógico intentar acostumbrarse a no verse en el espejo.
Levante la estufa de cuarzo que yacía en el suelo, y la acomode a un costado. La puerta del botiquín estaba abierta, y su contenido desparramado por el suelo, seguramente los había tirado en ese ataque de locura. Cerré la puerta del botiquín y un rostro recortado por el borde superior del espejo bostezo.
-Perdón, pero me quede dormido.
A esta altura no sabría decir quien fue el que hablo, nunca llegue a entender que tan independizado está uno de su reflejo, pero lo que oí me dio a entender que, indudablemente, ese era mi reflejo.

Texto agregado el 22-08-2013, y leído por 177 visitantes. (1 voto)


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