El pequeño niño, caracterizado como el glorioso Arturo Prat Chacón para una epopeya que se
representaría en el colegio, no podía más con su orgullo patriótico, pese a que recién había cumplido los cinco años. Sus padres le habían fabricado un traje, con charreteras y todo, que emulaba al del héroe y le habían teñido una barba y bigotes con hollín.
Unos barcos hechos de cartón y madera sobresalían en el escenario. Se estaba en vísperas de un nuevo 21 de mayo, día en que se conmemora en Chile el combate naval de Iquique y el resto de los alumnos protagonizaba a los demás marinos de dicha gesta y cada uno estaba muy imbuido de su papel.
Los padres contemplaban la épica escena con sus rostros sonrientes y orgullosos, ya que sus nenes ahora se lucían sobre el escenario. La profesora jefa, entre bambalinas, les iba indicando cada una de los cuadros y los chicos obedecían a la perfección.
Una voz en off recitó la arenga del héroe naval, mientras el pequeño gesticulaba sobre las tablas, imitando el accionar de Prat.
La gente aplaudió a rabiar, ya que esta parte resultó muy emotiva, destacándose las incipientes dotes escénicas de los chicuelos, que obedecían con plausible fidelidad las indicaciones de la profesora en su papel de consueta.
Cuando tocó la parte del abordaje del héroe naval, se produjo un instante de tensión, ya que lo que venía era el momento culminante de la gesta. El pequeño actor, premunido de una espada de madera pintada de color plata en una de sus manos, se aprestaba a gritar la célebre frase que es recordada año a año y que se antecede al momento en que Arturo Prat aborda el “Huáscar”.
El rostro del pequeño se contrajo y todos aguardaron que pronunciara las palabras que antecederían a la emulación de un salto que quedó grabado para siempre en los anales de la historia patria.
En cambio, el niño dirigió los ojos a sus padres, que contemplaban todo desde los primeros asientos y dijo con tono urgente: -¡Quiero pipí!
|