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Nos pidieron escribir un cuento de terror, del tipo que fuera. Muy difícil, por supuesto.

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¿Tiemblas?

—¿Tiemblas? —Sonó el verbo como un martillazo en el cráneo de Quique, que llevaba varios minutos diluido en el enunciado de un ejercicio de matemáticas.

Miró hacia arriba, mientras el compás desenfrenado de su pecho le asustaba aún más que esa inesperada pregunta.

—¿No seguirás con fiebre? —continúo el profesor, con un tono más modulado.

—No… Bueno, todavía no me he curado del todo —rectificó, encontrando en esa pregunta una coartada para disimular la angustia que le aprisionaba—, pero creo que puedo continuar.

“Quique, márchate a casa. El próximo sábado tengo que acabar un trabajo en el colegio. Puedes venir de diez a once y haces el examen. Nadie te molestará”, le había dicho cinco días antes don Francisco, en su despacho, después de acariciarle la frente y comprobar su elevada temperatura. Por el rabillo del ojo, el chico había observado a Aníbal, que le miraba desde el quicio de la puerta y reía con esas facciones que muestra cuando trama alguna perversidad.

Allí se encontraba, una tormentosa mañana de sábado, en un viejo despacho alumbrado con una triste bombilla, que hacía aún más tenebroso el arcaico mobiliario del edificio más antiguo del complejo escolar Santo Espíritu, antaño internado, donde, según Faustino, el cojo conserje del centro, también antiguo alumno, hace décadas encerraban a los escolares rebeldes que, una vez consumado el castigo, cambiaban de tal forma que nunca más volvían a desobedecer.

Aníbal era sobrino del capellán y, desde párvulo, se movía por los interiores del colegio como una rata en los subsuelos de la ciudad, mordisqueando todo lo que podía, sin que su angelical zalamería pudiera delatarle. Siempre se hacía acompañar de dos cafres, que aportaban la fuerza bruta al trío. Esa sonrisa que dedicó a Quique en el despacho del jefe de estudios sólo podía significar que hoy era el día señalado para cumplir su promesa. “Estoy esperando el momento adecuado para marcar esa carita de niña”, le amenazó una mañana en que, armado de valor, le había dicho al profesor de Música que estaba harto de que Aníbal no dejara de molestarle.

Unos lenes lamentos de la añeja tarima del pasillo alertaron al muchacho. Aumentaban los quejidos del suelo a la par que se le disparaban las palpitaciones. Una mano giró sobre el cerco de la puerta, cerrando el interruptor de la luz. Quique escupió un ahogado grito.

—¿Quién anda ahí? —Inquirió la sobresaltada voz de mademoiselle Silvie, la profesora de Francés, a quien todos asociaban con los devaneos de don Francisco—. ¡Qué susto me has dado, Quique! No sabía que estabas aquí.

El alumno no podía concentrarse en unas preguntas harto sabidas. Temía el final de la hora y encontrarse en la salida con esos desalmados. Llevaba varios días conviviendo con la congoja, más que con sus padres, que pasaban casi todo el tiempo en el hospital, acompañando al desabrido tío Anselmo, que siempre le había tratado con desdén.

—Ya es la hora, Quique, márchate —ordenó el profesor—. Puedes salir por la portezuela de la capilla.

El muchacho recogió los avíos con parsimonia y se dirigió, con lentos movimientos, hacia el oscuro oratorio, siguiendo con la mirada un tenue halo, que penetraba por una rendija del postigo. Separó unos centímetros la contraventana para inspeccionar la calle y vio, en una esquina, a tres chavales, cubiertos con capuchas, charlando risueños, mientras el más grande mostraba a los otros su destelleante puño derecho.

—¡Vamos Quique!, no te entretengas —. Le apremiaron desde el interior.

—¡Adiós, don Francisco! —A punto estuvo de derrumbarse y contárselo todo, pero subió su gorro, se santiguó, abrió la puerta y, mirando al suelo, giró raudo a la derecha.

Unas pisadas surgieron a su espalda. El chico aceleró la marcha que, en pocos segundos, se convirtió en carrera, buscando el paso de cebra. Al pisar la primera raya le paralizó el frenazo de un coche que a punto estuvo de atropellarle.

—¡¿Qué te pasa hijo?! —Gritó su padre desde la ventanilla—. Venimos a buscarte. Sube, nos vamos al pueblo, el tío ha muerto. ¿Tiemblas? Tranquilízate, llevábamos días esperándolo.

Quique, recostado en la trasera del coche, logró dilatar su ritmo cardiaco y, proyectando una sonrisa, se dijo: “¡Ya te vale, tío Anselmo! Has tenido que esperar hasta tu muerte para hacerme un buen regalo”.

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Texto agregado el 21-08-2013, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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