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Hace mucho tiempo, en un país remoto, vivía con sus padres y un hermano mayor la princesita Floripondia. A ella le gustaba mucho estar en contacto con los animalitos que había en el palacio. Ella cantaba con una voz dulcísima canciones que le enseñaban sus amigos: los pájaros. El ruiseñor era su preferido y, a veces, cantaban a dúo.
La princesita por tener sentimientos tan delicados era muy romántica. Al cumplir los dieciséis, su padre, el rey Nepomuceno III la presentó en la corte dando un gran baile en su honor.
En la fiesta bailó con un apuesto joven de modales distinguidos, rieron y se divirtieron toda la noche, al despedirse él sólo dijo su nombre: Federico. La joven princesa quedó tan impresionada con este encuentro que a la mañana siguiente preguntó a sus damas de compañía si conocían a algún noble con ese nombre, al responderle que no, quedó muy decepcionada, pero con la esperanza de volver a verlo. Pasado un tiempo, su padre le hizo saber que el príncipe Segismundo, hijo del rey de una comarca vecina, vendría a visitarla.
Ella lo había visto varias veces y, sin saber porqué, sentía hacia su persona un profundo rechazo. Luego de la visita del príncipe su padre le anunció que la había prometido a él en matrimonio.
La pobre princesa casi enloqueció de pena pero, al mismo tiempo, una gran rebeldía creció en su pecho y haciéndole frente a sus padres les dijo que se recluiría en un cuarto de la torre donde solía hilar su tía abuela “La bella durmiente”, pero ella no tejería con la rueca, sino que escribiría poemas de amor y cantaría dulces canciones.
Cuando el príncipe Segismundo se enteró de esto, pidió con urgencia una entrevista con la joven. En cuanto estuvo frente a ella le prometió los tesoros más grandes del mundo; se rebajó hasta tal punto que Floripondia lo consideró tan rastrero como un gusano y le tomó aún más antipatía.
Tiempo después, mientras la princesa seguía encerrada en el cuarto de la torre esperando a aquel de quién no sabía más que el nombre pero había conquistado su corazón, apareció en el palacio un hombre joven ofreciéndose para cultivar la tierra; él traía sus herramientas, entre otras una enorme hoz para segar el trigo.
Anatolía la fiel criada de la princesa le contó el suceso y que a ella le parecía raro que un hombre tan fino fuera un simple trabajador. La joven intrigada, sin ser vista fue a conocer al recién llegado. Cuando se vieron no fueron necesarias las palabras ya que con sus miradas se dijeron todo su sentir.
Al anochecer volvieron a encontrarse a escondidas. Él le declaró su amor pidiéndole que se casaran porque desde que la vio aquella noche en el baile, no había podido olvidarla. Se presentó como el príncipe Federico IV hijo del rey más rico y poderoso de la región. En prenda de su amor le obsequió un peine de oro con incrustaciones de piedras preciosas, para que peinara todos los días con el su hermosa cabellera rubia.
Al tiempo se casaron, fueron felices y comieron perdices; si a mí no me dieron es porque no quisieron.

Texto agregado el 19-08-2013, y leído por 140 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-08-2013 Por que será que los cuentos de princesas siempre nos cautivan? suedith
 
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