SIMPLEMENTE MUJER
Doña Bárbara, la devoradora de hombres como la apodaban, tenía inhibida su sensualidad por la pasión de la codicia, pero si por alguna razón de pura conveniencia la movía a prodigar caricias, no dudaba en tomar, más que entregarse, porque en ningún momento olvidaba sus hábitos de marimacho.
Y según cuentan en el pueblo ella aseguraba que ningún hombre estaba a su altura, que no había hombre que fuera digno de recibir sus caricias. Ella se sentía superior a todos.
Así llegó cerca de los cincuenta (cincuentona para el pueblo) y cuando menos lo imaginaba uno de sus peones le declaró su amor. Demás está decir que poco faltó para que ella usara la lanza que llevaba en la cintura. Lo humilló tanto al pobre hombre que solo atinó a juntar sus cosas y abandonar la estancia.
Al día siguiente llegó un forastero en una gran camioneta y muy bien vestido. Se dijo que venía con intenciones de comprar tierras. Doña Bárbara lo miró de arriba abajo, dibujando una dulce sonrisa en su cara, pero él se mantuvo indiferente a toda su belleza. Más ella se quedó prendada del aspecto del forastero, de sus ojos celestes con mirada profunda, ya no era la devoradora de hombres. Él al notar su turbación volvió a lo suyo e insistió en la compra de tierras y no encontrando lo que buscaba, se despidió con mucha educación, diciéndole con cierta ironía, que era una pena no volviera a sacar su lanza o quizás su revólver ya que él era un desconocido.
Lo que ella nunca supo fue que el peón y el forastero eran la misma persona. A partir de ese momento, doña Bárbara se refugió para siempre en su casa de campo conviviendo con su codicia y su crueldad.
El forastero le había robado el corazón, el destino le había jugado por primera vez, una mala pasada.
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