Noche de duelo y ópera
Cuando el Sr. Hopkins bajó del automóvil con la urna de los restos cremados de su esposa ya lo esperaban en casa amigos y familiares. El cofre liviano suponía un peso que agotaba la fuerza de sus débiles manos y le encorvaba aún más la espalda.
Apresuró el paso hacia la puerta de entrada de su casa para procurarse descanso pero se detuvo a observar, algo que más tarde tomó significado para mí, una ventolera que levantó en espirales algunas hojas secas y el polvo del suelo. Sus ojos seniles se enfocaron en el intento de torbellino, bajó la vista en dirección a su carga y al regresar la mirada al remolino, éste ya quedaba sin aliento.
Lo mismo pareció ocurrirle al viudo, porque al entrar a la casa depositó la urna sobre un oratorio acondicionado para la ocasión. Se dejó caer en el sofá y permaneció inmóvil, indiferente a las muestras solidarias de los concurrentes afligidos que tuve que recibir y despedir en la puerta de la calle.
Ese ir venir me permitió observar como iba creciendo el furor del viento, a tal grado, que en un momento resultó difícil abrir la puerta, cuando al fin logré hacerlo entró una ráfaga que hizo revolotear las cortinas y movió el candil de cristal cortado que proyectó luces de diferentes intensidades en el rostro del Sr. Hopkins.
Fue entonces cuando advertí que sus arrugadas comisuras labiales configuraban una sonrisa casi malsana y sus ojos recuperaban brillo. Lejos de estar abatido parecía sentirse feliz por la muerte de su cónyuge.
A cuenta de qué venía ese nuevo estado de ánimo que estaba en franco contraste con el mostrado en los últimos meses. Tiempo en el que fui testigo de su abnegada labor. Nadie podría imaginar las escenas de entrega hasta la extenuación en el cuidado que prodigaba a la enferma día y noche a la vera del lecho. Abandonaba la habitación solo después de darle el té de violetas que la reconfortaba y la hacía dormir tranquila.
Entonces, él aprovechaba el momento de reposo para ir a la sala, un cuarto grande de doble altura que provocaba ecos que daban mayor dramatismo a la ópera que escuchaba sentado en el banco frente al piano, doblado y con la mirada clavada en la partitura.
En esa postura causaba compasión y al ver su rostro impregnado de desconsuelo y cansancio aumentaba esa sensación. En tanto que su abnegación imponía respeto. Me hubiera gustado aligerar su aflicción, pero no disponía de mucho tiempo para acompañarlo porque debía cumplir con mis funciones de enfermero de la señora, que despertaba la mayor de las veces con una tos de estertor ronco que se propagaba por toda la casa. Bebía nuevamente el té y caía otra vez en sueño profundo. La respiración ahogada producía un silbido semejante al que emitió la ráfaga de aire que entró en la sala cuando salió el último de los visitantes.
El sonido del viento pareció romper la pasividad del Sr. Hopkins, había esperado a que todos abandonaran la casa para no tener que dar explicaciones ni ser juzgado por la determinación que había tomado desde que viera el pequeño remolino. Arrojaría las cenizas al aire.
Pero el viento ya no era tenue, habría cobrado vigor, tal como el Sr. Hopkins, ahora su fuerza estremecía los ventanales y desprendía ramas de los árboles que se convertían en peligrosos proyectiles. Ante tal contingencia apresuró su labor, con un movimiento torpe lanzó al aire los restos incinerados que se esparcieron en todas direcciones e incluso algunas partículas golpearon su rostro.
Entramos nuevamente en la sala, y mientras él se limpiaba la cara y peinaba el cabello me pidió que pusiera el disco de la ópera “Adriana Lecouvreur”. Cuando regresó con dos preparados de su preciado té de violetas, el aroma de la infusión ya invadía la estancia y el primer acto había concluido. Me dio la tasa con el aromático líquido, se acomodó en el banco frente al piano y con la mano me hizo una señal para que me sentara a su lado.
Compartimos el banco y el silencio que se prolongó, él esporádicamente lo interrumpía para marcarme el inicio o final de algún movimiento de la ópera. Yo sólo me atreví a preguntar al inicio del Aria que más me atraía, ¿cuál era su nombre?, pregunté “No, la mia afronte”, respondió, y “es el momento en que los protagonistas se despiden porque ella está muriendo”, agregó.
Se trataba de despedida y muerte, por eso al escucharla me provocaba tristeza, parecía que los violines gemían y lloraban su agonía. La soprano, que representaba a la protagonista, exponía en su canto que era una blanca paloma que volvía al nido. A mí me parecía ver las palomas en el pentagrama, sus líneas las imaginaba como cables eléctricos en los cuales los pichones reposaban.
Esa visión las atribuí al cansancio y a las impresiones del día, sin duda debía retirarme a descansar. Ya en cama no transcurrió mucho tiempo para que cayera en un sueño pesado.
Desperté con una tos incontrolable y seca que me recordó a la que padecía la difunta. Me vino a la mente una idea que me horrorizó, Adriana Lecouvreur murió envenenada por el tóxico que contenían las violetas que le regalaron; y el Sr. Hopkins, y yo mismo, le dábamos a beber a la señora el té de violetas.
Salí a buscar las flores con que preparaba el brebaje y algún medicamento porque temblaba profusamente y me sentía indispuesto. El ruido de mi expectoración hizo voltear al viejo que en ese momento arrojaba al fuego de la chimenea las últimas pringas del contenido del recipiente donde guardaba celosamente su infusión.
Levantó el rostro, se acomodó el cabello, que había caído sobre su frente durante su sospechosa tarea, su mirada era ingenua y el gesto afable cuando me preguntó.
-¿Quieres que te prepare algún té? ¡Te ves enfermo!
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