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Inicio / Cuenteros Locales / maparo55 / Una mujer incomparable

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Nunca me gustó demasiado viajar, me parecía bastante molesto eso de trasladarme de un lado a otro lejos del terruño, de los amigos y mis cosas, con las consabidas molestias de cargar en un itacate o bolsa, los pocos trapos decentes que tenía para vestir y los dos o tres trastos para el aseo personal y arribar a un lugar extraño y lejano donde quién sabe que cosas le esperaban a uno, aunque fueran buenas. No me emocionaba conocer nuevos lugares, otra gente; prefería lo ya conocido, el rinconcito cotidiano donde conocí el amor y al hombre de mi vida. Aunque ignorante, sé que esta vida quizás no te pida nada, pero tampoco cumple antojos; así que el día menos pensado, me dio una enfermedad tan terrible, que mi familia se vio obligada a trasladarme a Santa Paula, el pueblo más cercano a nuestra ranchería y allí me encargaron con las monjas de un convento, para ver si lograba curarme. Entonces tenía treinta años y dos hijos pequeños a los que tuve que dejar al cuidado de su padre, para quien he de reconocer, éramos la luz de sus ojos. Y allí me quedé, entre mujeres desconocidas y devotas, amantes de Cristo y de sus enseñanzas. Envuelta en mi rebozo y con mi humilde vestido de percal, me sentí abandonada cuando mi hombre se marchó prometiendo volver pronto para saber de mí y de mi salud. En ese momento, la angustia que me atenazó, me dijo que no lo volvería a ver jamás, ni a él, ni a mis hijos. Estaba yo condenada aunque en ese momento no lo supiera bien a bien. La enfermedad y sus malignas fiebres, habrían de agostarme y acabar casi conmigo en muy pocos días.
Las monjas me trataron bien. Alojada en una celda donde el sol entraba muy de mañana por la ventanilla enrejada, cuidaron de mí día y noche, mientras me debatía afiebrada en mil delirios. El dolor que me atenazaba la cabeza era insoportable, torturante. La náusea era constante y el poco alimento que toleraba mi cuerpo era devuelto al poco tiempo, sin que se aprovechara algo de él. Un sudor pegajoso y extenuante me mantenía con agudos escalofríos y una sed abrasadora. Bebía agua casi a cántaros, era una sed inextinguible y avasalladora la que me consumía. Las frazadas con las que cubría las miserias de mi cuerpo enfermo, se hallaban húmedas del sudor de aquella fiebre maligna. No sabía yo del transcurrir del tiempo, todo era confuso e irreal. El rostro de un hombre me acechaba a veces y vagamente le oía musitar palabras de aliento y de fe, que hablaban de resignación, perdón y muerte. Su mano me tocaba la frente y era un contacto suave, lejano y ardiente. En algún lado, una voz femenina habló de malaria, de paludismo, de la inconcebible enfermedad que quién sabe cómo se había cebado en mí. Al parecer, no tenía yo remedio; morirme era sólo cuestión de tiempo. En los pocos lapsos de lucidez que tenía, sólo quería beber agua, un jarro inmenso lleno hasta el borde y que el agua estuviera fría, muy fría para aplacar el infierno que me escocía la garganta. No pasaron muchos días, una mañana de extraña lucidez, un sacerdote me dio los últimos consuelos espirituales y perdonó mis pecados, los cuales ni siquiera llegué a confesar. Lloré entonces mis últimas lágrimas, pensé en mi hombre y en mis hijos y luego, sumida en un desvarío febril, no volví a saber de mí. Al día siguiente, amortajada y envuelta en un humilde petate, las piadosas monjas me llevaron a enterrar al cementerio municipal de Santa Paula, donde permanecí muchos años enterrada y de donde habría de salir para conquistar el mundo.
No sé bien en que momento exhumaron mi cadáver si así le puedo llamar, ni tampoco cuándo me volví famosa. Supongo que los recuerdos de una muerta no tienen porqué ser claros o precisos. Lo que sí sé, es que un día cualquiera, a otros muchos y a mí, nos desenterraron porque el panteón municipal se moría de vejez y abandono; infinidad de osamentas y jirones de cuerpos, asomaban a flor de tierra causando el espanto del que se atrevía a cruzar por el viejo cementerio. Fue una verdadera sorpresa y suerte, que fuera yo una de las muertas privilegiadas. Me sacaron cuidadosamente, me limpiaron la tierra que me cubría por todas partes y me instalaron en un nicho tibio y acogedor, desde donde pude observar con mis cuencas semivacías, un pedacito del mundo que me fue vedado conocer antes de morir. Mi hombre y mis hijos hace ya mucho tiempo que también han muerto; solamente yo permanezco todavía aquí. Viene mucha gente entre curiosa y llena de temor y nos mira, nos admira, porque todos los que estamos aquí somos un portento que la naturaleza nos ha permitido alcanzar. Entre los que llegan a visitarnos, he reconocido a los hijos de mis hijos y a muchos familiares cercanos y lejanos que nunca me conocieron, pero que ahora se acercan de vez en cuando y quieren saber de mí, aunque no sospechen de nuestro parentesco. En vida tuve un nombre de mujer, un par de hijos que no logré gozar plenamente, un hombre que me quiso y me hizo el amor con ternura. Ahora, convertida en momia, soy una de las rarezas y atracciones de este hermoso lugar, que es la ciudad de Guanajuato.

Texto agregado el 17-08-2013, y leído por 412 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
27-08-2013 Es una gran historia pletórica de creatividad y excelentemente narrada. Cuántos personajes se harán todos esos cuestionamientos que planteas (si es verdad que existe vida después de la muerte). Me gustó muchísimo, amigo querido. La disfrute full y te abrazo refull. SOFIAMA
20-08-2013 Atípico relato, excelente narrativa. Un abrazo. gsap
19-08-2013 ¿ES UNA MOMIA'. jaeltete
19-08-2013 Lo leí atenta de principio a fin. Me gustó, y me impresionó un poco. godiva
18-08-2013 Muy original y bello su cuento. Me encanto. aimara
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