Dos veces he sido apuntado por un arma de fuego. Primero, fue la carabina de un policía, que me golpeó en las costillas, puesto que yo no atinaba a creer que lo que estaba sucediendo era cierto y, por lo mismo, no demostraba estar asustado. Debo reconocer que me había tragado un par de Valium en cuanto supe que venían por mí. Ahora pienso, una bala estuvo allí, dispuesta a perforarme las vísceras, así, impunemente, sin ser yo parte de pandilla alguna, partido político u otra asociación social habida y por haber. Ahora recuerdo esta nefasta anécdota de la que salí bien parado, al ver anoche el programa de Benjamín Vicuña, en donde pudimos rememorar todas las atrocidades de un régimen que llegó para quedarse y para imponer su orden a punta de balazos, imposiciones y desapariciones. Duele el alma ver a tantos seres que por el sólo hecho de pensar diferente, eran llevados a verdaderos campos de reclusión, en donde se les torturaba con el avieso deseo de escucharles gritar un perdón que les otorgara de inmediato una sensación de poder del que hasta hacía poco no tenían.
El tema es otro. Desde un tiempo a esta parte, el lumpen se ha tomado las calles para asaltar viviendas, negocios, bancos y todo lo que pueda ser abordable para sus sórdidos propósitos. Los antiguos delincuentes dieron paso a una categoría sub-catorce, inimputable para las leyes actuales. Por lo mismo, estos preadolescentes hacen de las suyas, y cuando son apresados, reciben una tibia reprimenda y de nuevo a las calles para continuar con lo suyo, o más bien, con lo nuestro, que tanto nos cuesta atesorar y que está tan poco resguardado está en las actuales condiciones.
Un grupo de ese proyecto de malhechores me asaltó cierta noche con el propósito de que les entregara todo lo que tenía. El asunto es que un enorme trabuco quedó a centímetros de mi nariz, mientras tres pergenios se introducían en mi local para buscar dinero. Se llevaron una caja metálica con unas pocas monedas, una pistola de salva que tenía como amuleto y un teléfono inservible que guardaba con el propósito de mandarlo a arreglar. Todo sucedió en cosa de segundos, pero cuando se fueron, me quedé con la sensación inequívoca de mi dignidad pisoteada. Igual que la vez que el carabinero apostó su arma en mis costillas, del mismo modo que hoy, sintiendo esa impotencia de saberme inocente de todo o haber pecado de ello. Uno nunca sabe que es mejor. Las armas, sean de la especie que sean, tienen ese dominio y yo, que privilegio la comunicación, no tuve oportunidad alguna de expresarme. Acaso fue mejor. Capaz que me hubieran ajusticiado en el acto, tanto el policía, como el punga imberbe…
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