Ese día iba a ser el día. Ya lo había decidido y nada ni nadie impedirían que diera marcha atrás con mi propósito. Sí, ese día lo llevaría a cabo y apenas podía contener la emoción que me producía la idea de que pronto habría de hacerlo. Por fin, después de tanto tiempo y esfuerzo, mi más grande, pero también secreto deseo se cumpliría y ya no habría más llanto ni sufrimiento para mi pueblo. Todo eso quedaría en un pasado oscuro y tenebroso del que pocos se acordarían ante un brillante futuro en los que seríamos libres de la Sombra y donde la abundancia y la prosperidad serían constantes en los que serían mis dominios. Esa era una visión hermosa que regocijaba mi corazón y me alentaba a continuar con mi plan de ese día.
Después de una larga y fatigosa jornada de diez días de recorrido a través del Río Grande, al fin tocamos tierra en la isla de Amon Hen y resolvimos permanecer en el citado lugar para reponernos del viaje y tomar una decisión final concerniente al destino que habríamos de seguir luego de donde nos hallábamos. No se había resuelto si marcharíamos rumbo a la horrorosa tierra de Mordor, que era donde debíamos dirigirnos para deshacernos del Daño de Isildur, cumpliendo la misión que se le había encomendado al mediano Frodo Bolsón durante el Concilio de Elrond, celebrado en Imladris; o si iríamos a la majestuosa Minas Tirith, de la cual yo provenía y a la que quería regresar para verla de nuevo. Tengo que confesar que quería que la Comunidad a la que yo pertenecía me acompañara de vuelta a la Ciudad Blanca no sólo para que pudieran contemplar su grandeza y esplendor; que eran destellos de lo logrado alguna vez por los Grandes Señores de Númenor en su reino durante sus años de gloria y de los cuáles mi gente desciende, sino también para cumplir el deseo de mi querido padre de que el Anillos Único llegara a mi patria y poder utilizarlo en contra del Señor Oscuro. Él creía que si lo obteníamos y usábamos en contra de aquél que lo había forjado en los fuegos de Orodruin, le infringiríamos una poderosa derrota de la cual no podría reponerse y entonces Gondor conseguiría un poderío y una magnificencia sólo equiparables a Oesternesse en la cúspide de su reinado. Estaba fervientemente convencido de ello y me implantó sus ideas al respecto de tal manera que yo también creí que si atacábamos a Sauron con un arma tan poderosa tendríamos la victoria asegurada.
Yo trataba de persuadir a mis compañeros de que lo mejor que podíamos hacer era tomar el camino hacia mi tierra y permanecer un tiempo ahí antes de ir a Mordor para poder defenderla de las ofensivas del Enemigo. Ciertamente algunos sí deseaban que nuestro destino fuera Minas Tirith, pero Frodo, el Portador del Anillo y quien más me interesaba que se dirigiera a mi lugar de nacimiento con su carga, parecía indeciso acerca de la dirección que habríamos de tomar; y eso me molestaba. Mordor era un sitio repulsivo y despreciable a la que nadie con cordura osaría dirigirse a no ser que fuera siervo del Señor Oscuro y tenga sus mismos negros propósitos. Minas Tirith, en cambio, era la más hermosa, altiva y admirable ciudad en el Oeste de la Tierra Media que se erigía como un permanente recuerdo de la gran Númenor ahora sepultada bajo en Mar. No entendía el por qué no se había decidido a dirigirse hacia mi amadísima Ciudad Blanca si cualquiera lo hubiera hecho sin dudarlo siquiera ¿Qué era lo que le impedía decidirse por Minas Tirith? No lo sabía, y eso me irritó porque tal cosa parecía indicar que el Mediano era débil de carácter y temeroso.
No creía que Frodo pudiera llevar a cabo la difícil empresa asignada, ni aún con el auxilio de ocho compañeros. Con tan sólo mirarlo mis suposiciones parecían confirmarse, ya que quién podría pensar que un simple Mediano proveniente de un casi olvidado país en el Norte, que nunca había salido de los límites de este y que contaba con una apariencia y constitución frágiles sería capaz de acarrear sobre sus hombros una tarea tan riesgosa como la de llevar el Anillo único a través de tantos lugares en los que ya nadie podía sentirse seguro. Ese “hobbit”, como se hacían llamar sus congéneres, no encajaba con el prototipo de persona que se consideraba la apropiada para semejante misión: un poderoso y magnifico guerrero elfo o humano que pudiera enfrentarse contra un ejército de orcos en compañía de sólo unos cuantos y que a base de puro esfuerzo y lucha, llegaría al Monte del Destino y ante la mirada del Ojo de Sauron, arrojaría el Anillo a la rugiente lava y entonces el Mal se acabaría para siempre. Ese prototipo claramente concordaba más conmigo, Boromir de Gondor, que con ese Mediano, con la diferencia de que yo no hubiera entrado a Mordor para destruir el Anillo, sino que desde Minas Tirith lo habría usado para darle un devastador golpe al Señor Oscuro y a sus huestes malditas sin necesidad de ir a la Tierra Tenebrosa. Después de esto, pensaba, habría un panorama luminoso en el que ya no habría que temer y Gondor sería inimaginablemente poderoso.
Yo no quería que destruyeran el Anillo y se los hice saber desde el primer momento. En el Concilio expliqué mis razones para no hacer eso y las maravillosas probabilidades que teníamos de salir victoriosos si utilizábamos el Daño de Isildur contra su dueño. Sin embargo, se me mencionó que la opción que yo proponía no era considerable ni la más apropiada, alegando que cualquier cosa buena obtenida gracias al Anillo se transformaría en Mal. Yo no dije más, pero me enojó el que ni siquiera la hubieran tomado en cuenta como cualquier opción de las tantas que surgieron en esa reunión. De inmediato y sin más, determinaron que lo mejor era llevar esa poderosa arma a Mordor y tratar de acabar con ella sin ninguna seguridad de poder lograrlo y sólo alentados por vanas esperanzas ¿Por qué consideraron que ese era el único camino que habría de seguirse? ¿Por qué no escucharon más a fondo lo que iba a sugerirles? ¿Por qué Frodo prefería más bien encaminarse en un arrebato de locura con el Anillo hacia la morada del Enemigo y ofrecerle la impensable oportunidad de recuperar su más potente arma para que luego volviera a tenerlo en su poder y sumiera en tinieblas a la Tierra Media sin tener más opción que morir peleando por nuestra gente o convertirnos en esclavos? ¿Por qué el encargado de resguardar el Anillo era una criatura diminuta no podía soportar siquiera una visión cercana de Mordor y a quien dicho objeto nunca habría llegado a sus manos de no haber sido por una infeliz casualidad? Todo eso era una gran duda en mi mente que pesaba cada vez más, y a mi parecer, aquella situación era muy injusta y pensaba que el Anillo debió haber sido mío.
Fue por todo aquello que me había decidido a evitar lo que consideraba una insensatez y hacer lo que creía era lo mejor: llevar el Anillo a Minas Tirith, ya fuera convenciendo mediante la palabra a Frodo de que era lo menos peligroso y lo más prudente; o ejerciendo la fuerza en contra de este para apoderarme de su carga si lo que obtenía era una negativa. Ya estaba decidido y habría de realizarse ese día en Amon Hen, pues ese sería el día en que habríamos de arribar antes de dirigir nuestros pasos hacia Mordor o hacia Gondor. Si hubiera pospuesto mis planes para otra fecha, probablemente la Comunidad habría deliberado ir hacia los dominios del Señor Oscuro y, ya encaminados hacia allá, hubiera sido más complicado llevar el Anillo con o sin el consentimiento de su Portador hacia Minas Tirith que si lo hubiera hecho en esa que sería nuestra última parada en todo lo que llevábamos de travesía. Con este panorama, ya tenía resuelto lo que tenía que hacer y, pasara lo que pasara, no iba a dar ni un paso atrás...
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