Promediaba el partido de golf con unos amigos del country, cuando, por demoras en la cancha, comenzamos a charlar sobre temas cotidianos. Surgió, obligado, el de la muerte de un conocido vecino, quien tenía un negocio en la localidad vecina. Lo asaltaron, y al resistirse, o querer detener a los delincuentes al irse, le descerrajaron cinco tiros en la cabeza. Sí, no uno ni dos: Cinco. Curiosamente, él le había dicho la noche anterior a la esposa que estaba tranquilo pues el producto de sus ventas estaba “asegurado”, por lo que nada debía ocurrirle a él, sólo quedarse “en el molde” y esperar a que se fueran, si el percance sucedía. Pensé que uno no tiene seguro contra las propias reacciones imprevistas, contra los impulsos que pueden brotar en un momento de esos y certificar la propia condena a muerte...
Terminamos el partido, y lo continuamos con un truco, bien regado de un tinto malbec. Risas y chanzas menudearon en un rato de amable esparcimiento, en las instalaciones sociales del club. De pronto, varios de ellos adquirieron súbita seriedad y partieron, rumbo al velatorio del vecino asesinado.
En el viaje de vuelta , pensaba en que nada puede llegar ya a sorprendernos, ni, a veces, conmovernos en demasía. Recordaba alguna norma que se usa en ciertos barrios de llamar al vehículo de vigilancia privada para entrar o salir del hogar, la de concurrir sólo en determinados horarios a los cajeros automáticos, o el método de un amigo abogado para cortar los domingos por la mañana el césped de la vereda: Mientras él ejecuta el trabajo, la hija mantiene el portón pronto, con la llave puesta, y la esposa observa por la ventana con el teléfono en la mano y el número de la policía marcado... Pensaba en el conflicto reciente que suscitaron las declaraciones de un dirigente médico, eximiendo a los colegas a atender delincuentes, ya que han hecho víctimas a muchos de ellos...Y el desgarrarse las vestiduras de altos representantes de entidades defensoras de éticas y derechos, etcétera, etcétera. Y el hecho en sí de que la vida cotidiana sigue su curso, aunque la vida no valga nada, que uno cumple con las rutinas y rituales como si en otro mundo viviera. El “ a mí no me puede pasar” es el autoengaño necesario para avanzar en el día a día...Y el convencimiento de que si uno “se comporta como es debido”, nada le va a ocurrir; si uno no da señales de resistencia puede zafar, también es estadísticamente confiable, pero nada más que eso. También ha ocurrido que al retirarse, algún delincuente vacíe su arma sobre alguien, sin otro motivo que la necesidad de cambiar las balas del tambor, o tal vez para encumbrar su currículum ante la cofradía; ya sabemos que cuantas más muertes cargue, más respetabilidad entre sus pares adquiere...
Entonces.... ¿Seguros para qué? ¿Seguros contra qué? ¿Seguros por si qué...? ¿Seguro contra uno mismo? ¿Seguro para quedarse quieto?¿Seguro para no pensar? ¿Seguro para no sentir? ¿Seguro contra el absurdo?
“Siga, siga, siga el baile...”, la canción de la película “Luna de Avellaneda” acompaña en la obligada zambullida hacia la insensible y necesaria no-conciencia...
ACC agosto de 2004.-
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