La mujer del tren ( 3 )
( Sugonal )
Aproveché para mirarla detenidamente y pude descubrir una segunda cicatriz que partía del nacimiento del pelo cerca de su sien derecha y se prolongaba hasta el párpado inferior del ojo. Aún así su rostro seguía siendo atractivo.
Era como si al mirarlo una vez resultara difícil apartar la vista de su cara donde resaltaba su piel morena y tersa, con excepción de las cicatrices que no podían ocultar cierta lividez en los bordes. De frente ancha, sus párpados se cerraban sobre lo que presumí serían un par de ojos grandes. La nariz recta y bien perfilada, boca de labio superior delgado y labio inferior más bien grueso. Calculé que tendría entre 35 y 40 años.
Me encontraba en plena contemplación, cuando de improviso abrió los ojos y me miró fijamente. Eran, en efecto, dos ojos grandes con el iris de color verde oscuro perfectamente nítidos contra una esclerótica muy blanca. Me sentí sorprendido en un acto de mala educación, de violación de intimidad, y al desviar mi mirada presa del rubor que agolpaba la sangre en mis mejillas, la escuché hablarme.
- ¿ Porqué me mira tanto ? En su voz no había rabia ni reproche. Era una simple pregunta hecha en perfecta calma y con tono sereno, desprovisto de emoción. No supe que contestarle. En ese momento mi confusión era grande y no atiné a dar con una respuesta que me sacara del paso.
- No se preocupe- continuó - estoy acostumbrada a que la gente mire las cicatrices en mi rostro. No me causa mayor problema.
- La verdad es que aproveché de mirarla cuando usted dormía- le dije. - No voy a negar que me impresionaron las marcas en su rostro. Sin embargo no la desmerecen en absoluto... ojalá que crea lo que le digo y no piense que estoy tratando de halagarla para salir de este mal momento...
Sonrió levemente descubriendo una hilera de bonitos dientes, blancos y parejos.
- ¿ Adonde viaja usted ? - me preguntó. Le contesté que mi destino era Curicó. Me contestó que ella también iba a esa ciudad. Mi corazón latía con fuerza y deseaba ardientemente que el diálogo no se interrumpiera, y en ese momento tomé la iniciativa.
- ¿ Le molestaría que me sentara a su lado ? - le pregunté.
- No, no me molesta- me respondió. Junto con sentarme extendí mi mano y me presenté formalmente.
- Mi nombre es Marco Finestta, y el suyo ? Estrechó mi mano. Su nombre quedó dando vueltas en mi cabeza : María Ignacia Belduar.
El tren estaba cruzando el puente sobre el río Maipo y nos aproximábamos a Buin. Hacía calor dentro del vagón. Habíamos hablado del tiempo, la sequía y la carestía de la vida y me daba cuenta de lo trivial de nuestra conversación. Se me ocurrió que podría indagar más sobre ella, sus anhelos, sus proyectos.
Quería, de una manera que me sorprendía mí mismo, conocerla más a fondo. Era como una necesidad que iba más allá de las reglas de cortesía que norman un encuentro fortuito con una persona desconocida con la cual hemos entablado una conversación y que sabemos que no se va a prolongar más allá, que no dejará huellas.
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