En esta narración debería describirse un encuentro, donde abundara el diálogo, pero en escenas que no fueran totalmente estáticas, que tuvieran movimiento.
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El gordo Petete
“¿Seré capaz de reconocerlos?”, se preguntó el antiguo cabo, mientras se rascaba la mejilla izquierda, cubierta desde hacía una semana por una cenicienta y punzante barba, que había dejado crecer buscando un aspecto más moderno.
—¡Vallejo! —Voceó Flores, entre las notas de una canción de Rihanna, mientras agitaba los brazos en un extremo del amplio y remodelado bar, que solían frecuentar en los locos ochenta—. ¡Soy yo, Flowers!
Buscó con la mirada el origen de la voz y encontró a su amigo, de pie, entre la mesa de un grupo de tres divertidos veinteañeros y la de una pareja formada por una monumental rubia y un hombre, bastante mayor que ella, agazapado entre unas gafas de sol y un sombrero de cuadros. Se acercó regateando jovenzuelos de descuidada indumentaria, enseñando los pajizos dientes que llenaban su inmensa sonrisa.
—¡A la orden, mi cabo! —Soltó un taconazo Vallejo, mientras representaba el más marcial de los saludos—. A pesar de lo hermoso que estás, todavía se te reconoce. Dame un abrazo; pero no me pinches con tu barba de cinco días a lo Michel Bosé.
El viejo compañero de camareta le estrujó entre sus brazos, apretando, con malicia, sus púas contra la mejilla, haciendo que éste le profiriera un insulto rimante con la pata trasera del cerdo.
—Me alegra saber que aún mantengo cierto parecido con el hijo del torero y de la artista.
—Sí, pero con el del torero y la folclórica. Lo de Michel iba por los michelines.
—A ver si tú te crees, Vallejito, que eres el Yors Cluny. Como mucho John Malkovich, el que anuncia con él la cafetera. Lo digo por lo de la alopecia.
—Anda cabo, agénciate un par pelotazos… bueno, tres, a ver si mientras tanto viene Petete. Supongo que le seguirá gustando el ron con limón, que se los bebía doblados.
—Pues ya verás éste. Si ya estaba gordo con veinte años, imagínate con casi cincuenta. A su lado, el Falete va a parecer un esmirriao.
Vallejo se quedó sentado, mientras observaba amagos de torpeza en los movimientos del que fue su cabo cocina. Seguramente que también él había empezado a perder habilidad, especulaba nostálgico. Aunque de espíritu se sentía como un chaval, el espejo le humillaba cada mañana. No obstante, siempre aparecería alguien que le haría sentirse más joven. En cuanto llegara el que estaban esperando.
—Este capullo no llega, Flowers. Cuando le llamé cogió el recado una voz del otro lado del océano. Seguro que su mujer le dejó y ha pillado lo primero que ha encontrado por ahí. No creo que Petete sea capaz de vivir sólo.
De pronto, unas largas y fragantes piernas, desnudas hasta el tercio norte del muslo, rozaron el brazo de Vallejo, sobresaltándole, y un sombrero de cuadros se posó sobre su cabeza. En la mesa de la derecha, un interesante cuarentón, ataviado con modernas gafas de sol, se dirigió a los dos amigos:
—Seguís tan impresentables como siempre. La juerga de esta noche la paga Petete, que para eso ahora el bar es suyo. Por cierto, la que te ha puesto el sombrero, Vallejito, es Sonia, mi novia.
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