Yo, y mi grupo de amigos del sur de Buenos Aires, habíamos estado planeando un viaje de dos semanas a San Luis, cuya estadía sería montar un campamento en las orillas del dique San Felipe.
Nuestro grupo estaba conformado por 4 mujeres y 5 varones de entre 18 y 23 años de edad.
Después de haber juntado centavo por centavo para poder hacer el viaje que tanto anhelábamos, decidimos viajar en plenos días de enero, de esos días agobiantes, pesados, de esos que nos hacen perder litros y litros de agua que debería quedarse dentro de nuestro cuerpo. A pesar de ir todos apretados en la camioneta de uno de mis amigos, seguíamos felices de haber hecho nuestro primer viaje juntos y nos olvidábamos de los calambres entre risotadas y carcajadas.
Al llegar a ese paradisíaco lugar, nos sentimos hipnotizados por esa gran belleza. Era excitante poder respirar ese aire fresco con olor a naturaleza, deslumbrante era la cantidad de peces diferentes que podíamos divisar saltando en el horizonte del dique, espectacular, fascinante, pasmoso, maravilloso, alucinante…
Sin embargo, los varones del grupo insistían en cortar más y más ramas de los árboles para prender más y más fuego, insistían en dejar entre las hierbas las botellas de licores vacías, solo para no caminar unos kilómetros y llevarlas hasta el pueblo. En la primera noche en ese majestuoso lugar, nos ahogamos todos en bebidas, champagne, licores y vinos. Yo recuerdo algunas cosas, entrecortadas pero de a poco todo venía a mi mente… Creí haber divisado a una especie de hombrecillo pequeño, feo, fuerte, moreno, muy peludo, de brazos largos y manos enormes, que caminaba con movimientos toscos y grotescos, entrando a nuestra tienda y llevándose nuestra ropa, y nuestros cigarrillos, pero como esa noche estuvo envuelta en locura y descontrol, no lo tomé como visión real, sino más bien, como una alucinación provocada por el alcohol. Pero, ¿Qué iba a pasar al otro día temprano? Eran cerca de las 09:30, y no habían pasado ni tres horas de recostarnos cuando empecé a sentir uñas que raspaban mis piernas, era escalofriante, horroroso, pero mi fatiga no dejaba que abriera los ojos, era demasiado el cansancio… Cuando de repente las uñas, esas largas uñas, se vuelven filosos cuchillos, o por lo menos, así lo sentía yo, y se clavaron en mi pierna. Era tanto su filo, que volvía mi pierna como un trozo de frágil plástico que estaba siendo atravesado por algún metal muy caliente. Grité! Di un grito desgarrador y entonces abrí mis ojos y lo vi, ¿Podía ser cierto? Estaba ahí, viéndome con esos enormes ojos, con sus uñas incrustadas en mi pierna que yacía de sangre. Volví a gritar aún más fuerte, inmóvil por el miedo que su mirada penetrante me causaba. Intente despertar a mi compañera de tienda con algunos leves movimientos, para que este ser no me atacara, pero con un solo movimiento, retiró sus uñas del interior del musculo de mi pierna y salió velozmente hacia el profundo de los arbustos.
Estaba aterrorizada, que, ¿Quién iba a creerme? Les conté a mis ocho amigos sobre lo que me había ocurrido, pero era más que obvio que no me creerían. Dijeron que todavía seguía borracha y que esas heridas podrían haber sido provocadas por alguna caída que podría haber tenido esa noche, incluso se rieron de mi historia, intenté además, contarles que ya lo había visto esa noche llevándose nuestras pertenencias, pero era inútil. Ya cansada de intentar convencerlos de que lo que yo decía era solo la pura y cruda verdad, decidí encerrarme dentro de la tienda.
Esa tarde, uno dos de mis amigos se internaron en el agua tratando de pescar la cena y los otros tres, fabricaron una especia de arma que les permitiría bajar pájaros del cielo, lo que hacían solo por diversión. Mientras mis tres amigas y yo limpiábamos el lugar, alguien arrojó una nuez hacia nosotras con una gran fuerza, pero preferimos ignorar y pensar que solo había sigo algo con lo que los chicos intentaban bajar a las aves. Pero los golpes continuaban y continuaban hasta que una de nosotras se enojó y se dirigió hacia mis arbustos. Yo le aconseje que no fuera, que recordara mi historia, pero ella, pensando que eran los varones siguió caminando firme, pero entonces se escucha un grito muy fuerte que venia del dique. Corrimos hacia la orilla y venía solo un amigo de los dos que se fueron a pescar. ¿Qué había pasado con el otro? Cuando llegó a la orilla contó que mi compañero se arrojó al agua a buscar su gorro y se sumergió y nunca volvió a la superficie.
Ya anocheciendo y tristes por la devastadora noticia, organizábamos para volver a Buenos Aires, cuando vi de nuevo a ese monstruo caminar por detrás de las tiendas, merodeaba, me miraba la pierna que él había rasguñado. ¿Qué era esa bestia que nos perseguía y que, según mi intuición, se había llevado también a mi compañero? Cerré mis ojos por un instante e imaginé que nada de esto estaba pasando.
Al otro día emprendimos el viaje de nuevo a Buenos Aires y lo primero que hice fue buscar sobre esta criatura en todos los sitios existentes. Busqué, busqué y busqué. Ésta monstruosidad que había estado molestándonos era una criatura legendaria que había adoptado el nombre de “el pombero”, cuya misión principal es la de cuidar a la naturaleza, vigilando el monte y velando por las vidas de los animales salvajes. Por ello y si bien permite la cacería, se enfurece cuando ve que un cazador mata más de lo que consumirá, cuando un pescador solo busca entretenerse, cuando un leñador corta madera que no empleará y, en suma, cuando cualquiera produce injustificadamente un daño a la flora o fauna. Su vigilancia es casi imposible de burlar, ya que supuestamente puede metamorfosearse y, por ejemplo, estar observando todo en forma de lechuza. A la hora de castigar, el Pombero puede ser realmente implacable y cruel. Por ejemplo, en algunas partes de Argentina creen que, si encuentra a un niño cazando pájaros, lo tomará a la fuerza y lo abandonará lejos de casa, muerto o atontado, dependiendo del caso. Concretamente en el Chaco, se cree que el Pombero puede chuparles la sangre a los niños, dejándolos secos y colgados de algún árbol. Después de leer todas esas dramáticas y espeluznantes quede realmente atónita. Hoy, con 35 años, le temo a las creaciones de la naturaleza, no trato de tentarlas a la venganza, no las incito. Aun hoy, sigo teniendo esas horribles cicatrices en la pierna y esos ojos gigantes siguiéndome en la oscuridad.
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