CUENTO PARTICIPANTE DEL RETO 7 DE 2013
Ante la certeza de estar muriendo, no siempre hay conversaciones profundas, ni mensajes finales llenos de sabiduría. En su caso, el poco tiempo que dejó la fastidiosa tarea de lidiar con los síntomas de la enfermedad, lo invirtieron para, tomadas de las manos, mirarse.
Las primeras veces lo hicieron en silencio, esperando tal vez, poder expresar sus sentimientos, hablar del miedo, casi terror que las paralizaba. Solo quienes lo han vivido saben que articular un discurso de despedida resulta imposible mientras aquel que amas aun se aferra a la vida. Así que permanecían mudas, mientras lágrimas de profundo amor rodaban por sus mejillas ante lo inevitable.
Al no encontrar esas palabras pendientes, y quizás aliviadas por la misma razón, lo que en un momento fue algo espontaneo, y tremendamente doloroso, pasó a ser un silencioso y esperado rito privado. Se miraban cada minuto que les fuera posible. El tiempo apretaba.
Tras semanas, los músculos débiles ya no soportaron el peso de sus párpados. La odiosa enfermedad les arrebató así la posibilidad de hablar con la mirada.
Había llegado el momento de comunicarse en voz alta. Vanos fueron sus esfuerzos. Cada vez que lo intentaron, el dolor ahogó sus palabras. Un pacto tácito las llevó a refugiarse en la literatura. Largas horas ella le leyó pasajes de sus novelas preferidas. Eso era todo, palabras de otros supliendo el vacío de las propias.
Finalmente, encerrada en el capullo en el que se había convertido su cuerpo, solo le quedó la posibilidad de escuchar.
¿Qué se le dice al oído a la persona que se ama, ante la incertidumbre de saber la reacción que tales palabras pueden generarle? ¿Cómo transmitir paz y algo de esperanza sin que el timbre de voz revele el desasosiego evidente ante tremenda situación?
La música constituyó su salvación. Melodías conocidas combinadas con débiles apretones de manos en signo de aprobación fueron su puente. Corto tiempo disfrutaron el cruzarlo a su antojo.
Cuando la debilidad terminó inmovilizando las manos, la madre, superado el pánico inicial, esperó pacientemente que su hija encontrará su propia voz, que finalmente pudiera desahogarse y le hablara. Pero las palabras nunca llegaron.
No obstante, de las melodías que la hija seguía poniendo, pasados los día comenzó a reconocer ciertos patrones. Era su pequeña y dulce hija a quien conocía profundamente, así que le resultó fácil interpretarla a través de la música. Tango en los buenos días, Pachelbel si estaba melancólica, música italiana para días esperanzados, entre otras melodías.
Perdida entre sus sueños y la constante música, cada día le costaba más mantener sus pensamientos claros, conectarse, interpretarla.
Una noche, o día, ya no podía saberlo, escuchó los primeros acordes del triple concierto de Beethoven. Fácil era reconocerlo tras haberlo escuchado millones de veces en su casa, además de haber sido arrastrada a todo tipo de festivales musicales e improvisaciones callejeras en las que lo tocaran. Era el concierto tesoro de su hija. Desde que a sus diez años lo escuchó por primera vez, se enamoró de él, y a partir de allí no paró de repetir el cómo esa melodía describía perfectamente su personalidad. Era parsimonioso, intenso, sublime, redundante, como ella. – decía. Torbellino de emociones coronadas por un grand finale.
Supo de inmediato que era su forma de decirle que estarían bien. Era su discurso de despedida.
Cada historia es diferente, la de ellas terminó así, sin palabras de por medio. Para el tercer movimiento, cuando el ímpetu de la orquesta toma todo su esplendor, dejó de respirar. |