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Por las calles oscuras y silenciosas de los barrios céntricos de la ciudad capital, en la media noche, se puede sospechar una sombra que se mueve con un gran costal en la copa. Como un gran envoltorio el enorme paquete cubre al desventurado habitante que lucha en cada paso con llegar a su espacio. En la esquina del cajero, se detiene y logra sentir ese recuerdo lejano que se pierde entre la mugre y el olor a calle. Se queda mirando la pantalla como perdido en el mundo y trata infructuosamente de traer al presente las imágenes de su vida pasada, cuando era alguien, cuando lo tenía, casi todo. Ahora desprovisto y perdido, en sus manos tiene tan solo su costal y sus cartones, y con eso le basta. Deambula por las pequeñas calles solitarias, armarios abiertos, bocanadas de humo y se sienta para saludar al demonio que domina, alcanza y mata.

Aparecen al unísono, lentamente por las sombras del camino, el combo de los espíritus sin recuerdos, los que caminan por la calle sola, las almas que no tienen luz. Un subterráneo mundo en el que no se tiene derecho a ver el cielo. Hombres, mujeres y niños que divagan, suponen, aprenden y engañan. Son voces que conducen a nada, golpes de pecho, el llanto que se escucha y se pierde en los andenes. Los perros ladran y el hombre que vive sin ley no ladra, respira; así esta respiración lo mate de hambre. El sonido sostenido del martillo permanente marca el paso del hombre con su costal. No se calla el ruido y con cada paso el sonido se hace más fuerte.

Ha llegado nuestra sombra olvidada, el resquicio del hombre del pasado, a su espacio; dejando su carga, abre el costal para encontrar su caja pintada, la última de sus pertenencias de una vida casi olvidada. En ella hay rumores, susurros, palabras al oído y la imagen del sueño que camina. Recuerda, sentado en el borde del andén, que el ahora roba para callar su ardor, su hambre de humo, de carne, ardor de ser parte del mundo. Y entre tanto del cielo le caen las migajas, llueve la esperanza, sus recuerdos se hacen presentes, pero como llegan se van, se evaporan, se pierden y se confunden con las imágenes negras de un presente nefasto, un ahora maldito y un futuro repugnante. El sonido sostenido del martillo se hace fuerte, cada golpe se convierte en una palpitación y sus manos, que sostienen la caja sienten aquel martilleo. Se sincroniza el corazón con el golpe permanente, como si fuera un coro, como si su corazón estuviera unido inefablemente al sonido sostenido que proviene de la caja.

Y todas las demás sombras se miran las unas a las otras. No tardan en verse con ojos rojos, de envidia, de esa maldad que retumba en las entrañas. Pronto aparece la sentencia, la mano que apunta al culpable, puño que juzga, condena y ejecuta todo en un solo lugar. Él sigue en su momento de refugio, de alto y bajo. Pobre de él, que viendo su vida correr se desvanece, entre pensamientos y animaciones. Su cuerpo ya no es carne humana. El olor, ese bendita putrefacción que lo acompaña y lo envenena de a pocos. Algunas veces no se recuerda la peste, pero otras se vuelve insoportable y debe echar mano de la fuente; se pierde el sueño pero se siente la piel por un rato.

No tardan las otras sombras en notar aquel martilleo, esa palpitación que los atrae lentamente pero con una fuerza sorprendente. Vienen por todo, sin tregua. Él siente temor, pero sabe que lo único que lo hace él, es lo que guarda en esa caja. Los demás la exigen, la gritan, la señalan con dientes de perro callejero y babaza de media noche. El sudor, la puja y las manos que luchan por la pertenencia. Ni el llanto, las maldiciones o las promesas de la causa y el efecto, impiden que la caja vuele y se abra, dejando al aire y desprotegido, el antiguo reloj de pulso negro, que continua su martillar; mientras tanto él, lo observa caer sin poder hacer nada más que gritar con las manos que lo aprisionan. Al tiempo que el frío recorre su tiempo, el valiente deja la presencia y le invade el llanto de la perdida. Se desfragmenta en pedazos pequeños su corazón. Pero aún seguía su marcha. Fue tomado por uno, o tal vez dos. Lo que por agua viene se va entre las cañerías de la noche, y el que a hierro mata su muerte le persigue con signos indelebles. Finalmente a lo lejos se puede escuchar el silencio de la marcha, ha parado de andar. Y el tiempo se detiene, al igual su corazón. Sus ojos se nublan en un iris negro y dilatante. El último de sus movimientos es un impulso ajeno y que lo lleva a tomar sus piernas y recogerse como un pequeño bebe que en cambio de morir y vuelve a nacer.

Su mano pintada con nieve de aserrín apunta a la marca roja que dejó y que no camina; y que no correrá jamás en el tiempo. Quedo petrificado, inanimado, muerto. Ya no respira, se fue por la mugre, la calle y el humo. Sus cabellos comienzan a modular el movimiento del desfallecimiento. Las sombras, los espíritus que caminan pierden el recuerdo y se marchan, abandonan el espacio y no dejan huella ni rastro, como si jamás se hubiera hablado de ellas.

La luz se apaga a medida que aparece en la lejanía del horizonte el sol. Las calles se llenan de tumulto, de ruido, de afanes y maldiciones. Los ojos públicos desprecian la figura encorvada sobre el andén. Canta la sirena y las blancas manos cargan los restos. El mundo lo presencia sin emociones, como una noticia más entre las dedicatorias de grado y los avisos empresariales.

Al final del día, la tierra se traga la espiga infértil y cubre sus huellas. Así fue, su recuerdo quedará perdido y olvidado entre paredes, andenes y humo.

Texto agregado el 12-08-2013, y leído por 178 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-08-2013 buen relato sobre "esos" habitantes. carlosB
13-08-2013 Exelente relato.Habitantes olvidados, con una historia de vida como la de todos ,pero algo les paso que no pudieron seguir. jaeltete
12-08-2013 Te felicito. Muy bien narrado godiva
12-08-2013 Tu hermoso relato me dejas mucha tristeza en el alma, pensando en los habitantes de la calle, los que alguna vez fueron otra cosa. Carmen-Valdes
12-08-2013 Excelente narrativa. Un gusto y privilegio leerte. susana-del-rosal
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