Han pasado trescientos sesenta y cinco días, uno tras otro, pero los recuerdos siguen tan vivos con en el primer instante.Continuamos muertos de vergüenza y no esa pequeña y tonta de quien se come la última aceituna, sino la grande la de no poder reconocer eso actos que sin duda cometimos y que nos pesan como una losa.
Es una vergüenza feroz, que nos impide mirarnos de frente o decir cualquier cosa que se refiera a esa maldita noche.
Solo se salvan los muy viejos, ellos dormían, el pastor que andaba de trashumancia y don Esteban el párroco que ese día estaba en el pueblo de al lado.
Los demás estábamos en la plaza, era fiesta mayor y corría la música y el vino. La banda municipal tocaba un pasodoble y entonces sucedió todo.
Nadie sabe muy bien como empezó. Unos dicen que fue el Salustiano que intentó propasarse con la Elvirita. Otros cuentan que el tumulto se inició por el tio Anastasio, que andaba desde hace tiempo buscándoles las vueltas a su vecino por unas lindes y que aprovecho el barullo para darle un puñetazo.
De repente todo se embrolló, de algún sitio brotó un germén de odio que debía estar muy escondido y que era muy grande. Tanto que todos empezamos a darnos golpes, a insultarnos y decir cosas que jamás diríamos.
Las mujeres también se enzarzaron unas con otras. No podíamos parar, estábamos poseídos por algo oscuro, una fiereza desconocida. Solo paramos al oír el grito, ese que aún me resuena y hace que pase las noches en vela.
Era la señora Francisca, en la plaza yacía el cuerpo inerte de su hijo, Andres de tan solo catorce años. Estaba con el vientre rajado, las tripas fuera y al sangre se le iba a borbotones. No se pudo hacer nada. Una navaja le desgarro enterito, seguro que el pinchazo no era para él pero le toco como nos podía haber tocao a cualquiera.
A él le toco una muerte demasiado temprana y nosotros nos quedamos heridos para siempre, aunque todavía respiramos. Muchos se fueron del pueblo y otros nos quedamos, incapaces de escapar de esta tierra que nos atrapa, de estos recuerdos que no nos dejan descansar.
El tío Manuel está en la cárcel, la navaja era suya, también el pinchazo, pero nosotros nos sentimos culpables y no nos reconocemos en ese odio que nos salió y que desde entonces estamos pagando.
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