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Inicio / Cuenteros Locales / mun / Münich, historia del del pueblo MUNICOY (Introducción)

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Julián Municoy Hunt


Diseño de tapa y contratapa
Julián Municoy Hunt

ORIGEN DEL PUEBLO MUNICOY
CONTEXTO HISTÓRICO Y RESEÑA FAMILIAR
DESDE EL SIGLO V A LA ACTUALIDAD


Julián Municoy Hunt

EDITORIAL MUN

LEGALES





























AGRADECIMIENTO


DEDICATOR IA



PRÓLOGO DEL AUTOR


QUIÉNES SOMOS…, DE DÓNDE VENIMOS?



Comienzo hoy (Julio de 2009) la apasionante tarea de ingresar en mi computadora todo el trabajo genealógico realizado en carpetas de apuntes durante casi treinta años: cartas, notas, documentos, fotografías, cuadros sinópticos, esquemas de ramas genealógicas…, todo, para darle formato de libro. Y digo apasionante porque, después de tantos años de haber estado juntando datos sobre datos obtenidos en distintas fuentes y después de haberlos acomodado como pude en mi carpeta casera, ahora puedo ir imaginando cómo va a quedar todo eso volcado en un hermoso y valioso libro que perdurará en el tiempo y que hará prevalecer mi tan ardua tarea aun más allá de mi propia existencia y la de mis contemporáneos; es decir, que mi trabajo no habrá sido en vano, sino que será algo así como un legado fiel y confiable en el cual podrán sumergirse y bucear todos aquellos quienes se sientan deseosos de conocer la historia de nuestra familia, ya sean ellos miembros contemporáneos de la misma o simples curiosos ajenos (o no) a nuestros seres queridos.
Para ello empezaré diciendo que desde niño supe que mi nombre de familia no era un nombre muy común. De hecho crecí entre preguntas como: «De dónde sos vos?/ cuál es tu ascendencia familiar?/ cuál el origen de tu apellido…?». Ante semejantes cuestiones de parte de mis compañeros de escuela, vecinos, amigos…, yo enmudecía; pues nada sabía de tales interrogantes respecto a cosas tan lejanas, tan pasadas; de manera que, si las intrigas de aquellos persistían, respondía: «Yo soy de mi mamá y de mi papá » (porque de ello estaba seguro), y salía entonces airoso de la situación, aunque, claro, entre la risa de todos. En esas ocasiones me sentía como un perro sin dueño, como una bola sin manija, como un niño expósito. Me quedaba meditabundo. Estaba claro que no me bastaba saber quiénes eran mis padres, quería y necesitaba saber más. Y el mundo que yo empezaba a descubrir también quería saber más. Y para mayor confusión de ambos (del mundo exterior y de mi mundo interior), mis rasgos étnicos y mis esquemas mentales se fusionaban en una extraña mezcla de peculiaridades casi incompatibles entre sí: semíticas, sajónicas, mozarábigas…, y qué sé yo cuántas otras más.
Leía entonces las genealogías bíblicas que, en cierta manera, fueron mi gran inspiración. Desde aquellos lejanos años comencé así a investigar todo lo que tenía que ver con mi familia, concentrándome en la línea patrística, pues quería descubrir de dónde había salido el apellido. Preguntaba sin cesar todo lo que se me ocurría. Sin vergüenza. Cansando a mis parientes, quienes, ante mis recurrentes cuestionamientos, solían expresar: «¡Todavía andás dando vueltas con tus muertos?»; pues, preguntaba acerca de los ancestros, de quienes aprendí cientos de anécdotas y pequeños, aunque no menos interesantes, pasajes. Y así, descubriendo sus aficiones, escudriñando sus espíritus, estudiando sus conductas, aprendí a quererlos. [¡Cómo no amar a toda aquella gente que se había amado antes y que a cuya consecuencia yo estaba ahora escribiendo estas hojas?] Era para mí muy difícil seguir indiferente a las historias de aquellos personajes cuyas existencias habían hecho posible la mía propia. Así llegué a descubrir un particular placer, un goce secreto que con ellos, y sólo con ellos, mis muertos, compartíamos cuando alguien me llamaba diciéndome: «Ché, Muni…»; porque sabíamos lo que la palabra Municoy significaba. No era una palabra hueca o sin historia, sino una palabra bien pesada. No como cuando alguien dice alambre o balde, sino una palabra rebosante de historias. Una palabra poco menos que mágica y casi maravillosa, cuya historia a muchos de ustedes les gustará escuchar o, mejo dicho, leer.

Siempre tuve y tengo aún en mi mente una frase que leí por primera vez, quién sabe dónde…: El eslabón perdido. Este eslabón es el enganche que los científicos, antropólogos, paleontólogos… buscan incansablemente entre restos fósiles, pictografías rupestres, monolitos… ayudados por todas las ciencias afines, para poder establecer el nexo que relaciona y explica la evolución y paso del primate antropomorfo u hombre-mono al hombre actual. Esto es encontrar un ser intermedio entre ambos; es decir, el «supuesto» eslabón perdido: el hipotético Pitecántropos erectus encontrado en la Isla de Java por el Dr. Dubois. Y no sé porqué, pero se me antojó siempre una analogía entre aquel eslabón de la raza humana y el eslabón particular desenganchado de mi cadena familiar. Aunque se me hacía también que en mi familia aquel eslabón habíase multiplicado, y que ya no era uno, sino varios, decenas, talvez centenas, y yo era quien debía hallar a los tales y reengancharlos, para reconstruir cronológicamente las tantas existencias de nuestros antepasados. Y sabiendo que la grafía de nuestro apellido había sido originalmente MÜNICK, quise averiguar el porqué de su cambio a MUNICOY. Precisamente allí se encontraba el principal eslabón, el que yo buscaba, el cual, al igual que aquellos científicos empecinados en encontrar al mono intermedio, me movía a la investigación constante.

(Como dije antes, el eslabón perdido de la raza humana explicaría el paso que el hombre prehistórico «supuestamente» dio para llegar a ser el hombre que hoy es. [Afirmo, aunque suene pedante y aun soberbio, que aquel eslabón no será hallado jamás, porque el hombre de hoy no es el producto resultante de la evolución de su especie, según la teoría darwiniana, sino el resultado de una intervención de seres exocogitantes, de una manipulación genética artificial, valga la redundancia de la expresión. Y no tiene nada que ver con la natural evolución de las especies, ni con la adaptación de las más aptas al medio (valga la cacofonía de los términos). Y esto sólo lo podrá explicar Dios… y cuando se le dé la gana.]

El caso es que así como los científicos buscan descubrir el vínculo todavía oculto, el eslabón perdido que uniría a ambas «especies» (si es que ambas están unidas en manera alguna), yo también buscaba (y busco aún) los eslabones perdidos de mi familia.)

Como consecuencia de todas aquellas inquietudes más arriba contadas, me puse un día a indagar en mi parentela; ya por la parte de mi padre, ya por la de mi madre. Incluyendo a los vecinos, amigos, conocidos y enemigos, si es que los hubo. Nadie escapó a mis interrogantes. Viajé a distintas ciudades sólo para encontrarme con gente a quienes jamás antes había visto. Bajo el sol, bajo la lluvia. En tren, en colectivo, a dedo. Con dinero o sin él. Con ganas o sin ella. Pues, a veces me citaban a tal hora de tal día y no había entonces otra opción, debía ir o perderme la cita. Muchas veces [Siempre.] iba sólo con lo puesto. Buscando tan solo un nombre, una dirección o una fecha de nacimiento, bautismo o defunción de algún pariente, cuya veracidad del dato conseguido debía luego constatar pidiendo fotocopias de dichos datos en las respectivas oficinas de los registros de archivos históricos, civiles, parroquiales, de defunciones, etc.; todo un engorroso y sistemático y casi mecánico movimiento que se repetía cada vez que aparecía un nuevo integrante de la familia. Y a veces caminaba todo el día para encontrarme con alguien que, al final, al llegar a su casa, me enteraban sus vecinos de que el muy señor o muy señora había salido por cualquier bagatela sin siquiera importarle que había concertado previamente una cita conmigo. Hablaba otras veces con personas que sufrían de arteriosclerosis y que entonces me confundían con sus mescolanzas de recuerdos y de anécdotas que atribuían a alguna persona que casualmente llevaba el mismo nombre que otra, pero que talvez había fallecido cincuenta años antes que ésta. Un verdadero lío. A veces divertido, a veces irritante. Y en algunas oportunidades me trataban como quienes tratan con un loco; es decir, me corrían para donde disparaba. Pero lo más insostenible se me hacía cuando debía conversar con personas sordas, como lo estaba últimamente mi propio abuelo paterno, su hermano Lacho, y dos de las seis hermanas. Por momentos era divertido y nos reíamos de los malos entendidos, pero otras veces se hacía muy incómodo, pues la situación cansaba mucho al ánimo y las cuerdas vocales. Luego, corregía mil veces los registros que iba creando, y, por supuesto, no los daba por sentado por que una persona los hubiera aportado, sino que los daba por irrefutables sólo cuando el pasaje había sido cotejado y confirmado por, al menos, diez fuentes distintas y, naturalmente, coincidentes. Y leía, obligadamente, más veces los documentos originales (partidas de nacimientos, bautismos, casamientos, cartas…) porque el polvo y el tiempo habían hecho de las suyas casi destruyendo las declaraciones escritas y firmadas a punta de pluma estilográfica. Así establecí relaciones de parentesco. Y gracias a la Genealogy Library de los Mormones de Tandil, que me facilitaron una nueva y rápida herramienta tecnológica (las máquinas para leer los microfilms cuyas copias debían ser solicitados a la central norteamericana), pude ir más rápido y certeramente a los registros más antiguos microfilmados por esa iglesia. Leyendo y releyendo y «re-contra-leyendo» todo pude escudriñar y aprender y «aprehender» los valores ético-morales y las costumbres sociales de aquellas gentes en sus diferentes y respectivos contextos políticos, a según la época en la cual cada quien se había desarrollado.
Leí mil quinientos libros de historia (entre ellos, las distintas versiones de la Biblia) en castellano, en inglés y en francés. Esos mismos libros que en tiempo de mi escuela jamás había podido entender bien. Tantos nombres, tantas invasiones, guerras y conquistas!: Caín y Abel; Noe, Sem, Cam y Jafet, y la Torre de Babel, luego; Nínive y Babilonia; los hititas, los casitas, los mitanios, los indoeuropeos…; los asiáticos al mando del feroz Atila; los chinos con su sol naciente; los africanos y su primitivismo; los egipcios y sus misterios y ciclópeos monumentos funerarios; los griegos, que se la pasaban pensando nomás; la roma republicana y la imperial con sus muchas aberraciones políticas; la expansión de los bárbaros y su introducción en el mundo occidental; el sistema feudal, los diabólicos papas de la edad media y la reforma de los protestantes y la contrareforma de los católicos; la inquisición en España y el «bendito» Colón junto a la pareja «Piadosa» que le relojeaba los huevos; y el hombre americano, que no se sabía de dónde corno había salido… Gentes que habían hecho posible la historia del humano. Turcos, francos, fenicios, burgundios, árabes, alamanes… cuyas epopeyas habían tenido lugar en regiones, en lugares cuyos nombres algunos hoy ni existían: un verdadero rompecabezas. Un cuadro desarmado difícil de armar. Un rompecabezas que, una vez recompuesto, resultaba más difícil aun de explicar.
Yo había estudiado inglés, de manera que pude tener acceso a mucho material extranjero. A los originales de distintos autores. Pero luego me vi casi obligado a aprender un poco de francés, y aun alemán, para no perderme ciertos documentos originales escritos en dichas lenguas. Un sacrificio! Ha sido un tremendo sacrificio! Una carrera extensísima que comienza allá lejos, en el viejo mundo, y hace mucho tiempo. Apenas más de seis mil años. Por Dios! Seis mil años! Es decir, más allá de la virtual línea divisoria de las edades de la historia, cuyo principal acontecimiento fuera el nacimiento de Jesucristo, quien dejara establecido el límite entre la edad no cristiana y la cristiana. Un largo recorrido por el pasado, siempre que el pasado, el presente y lo por venir cobraran algún sentido; ya que el trabajar sobre hechos y personajes tan remotos, tan ajenos a nuestra contemporaneidad logra que a historiadores (no a todos) nos asalte una excitante, aunque inquietante, sensación de omnipresencia y aun de omnisciencia a la par de otra de insignificancia absoluta del ser individual frente a la vasta historicidad humana (dado lo efímero de la existencia real posible de un ser humano). Y también, al estudiar los hechos, somos casi, por decirlo de alguna manera, teletransportados a los espacios y al tiempo en los cuales los hechos tuvieron lugar, y entonces pareciera que esos hechos hubieran ocurrido ayer nomás. Perturbados por esto, por no poder discernir, en cierto momento, quién investiga a quién… si nosotros a ellos o ellos a nosotros…, se tiene también la sensación de eternidad, y se abre la mente a la comprensión, al amor y a la luz. Se llena el espíritu de gozo y plena conciencia de la existencia del ser, que no podría explicar, y mucho menos hacerles a ustedes experimentar por más de mil palabras bellas que escribiese.
Pero nada, absolutamente nada de aquel sacrificio ha sido en vano. Nada de eso me pesa en lo más mínimo. Al contrario. Porque todo lo que aprendí en ese estudio no puede ponerse en balanza alguna para medirlo con las vicisitudes que sufrí para llegar al objetivo, este libro que les presento ahora. Alguien tenía que hacerlo, y me tocó a mí. En esta época. En este bendito país, Argentina, a pesar de todo. Desde mi querida Tandil donde nos radicamos cuando yo tenía solo ocho años. Desde mi querida ciudad natal, Las Flores. Desde este accidentado y desgajado continente a causa de la fragmentación de la gran Pangea primitiva.
Quizá, por qué no, en cien o quinientos años de aquí en más, alguna persona de nuestras futuras ramas familiares se sienta interesado en esta locura y comience la búsqueda de eslabones también perdidos como los que yo busqué, encontré y fui pacientemente enganchando uno a uno en la, particularmente para mí, dorada cadena que conforma la historia toda de nuestra gran familia. Sí, una cadena dorada cuyos eslabones más distantes tuve que ir a recogerlos allá lejos y hace tiempo. Y no hallé uno solo, sino decenas y aun cientos de ellos, y fui enganchándolos pacientemente uno a uno. Muchas historias. Brillantes, unas; patéticas, otras. Algunas perfectamente abiertas, redondas y luminosas como el mismo sol; y otras cerradas y oscuras como una noche sin luna y sin estrellas. Y tuve que estudiar mucho para poder entender y ubicar cada una de esas historias. Lo cual no fue para nada fácil. Al contrario, fue difícil, muy difícil, recontra difícil; pero, fascinante.

A ustedes, mis congéneres, y a la posteridad (aquellos seres con quienes jamás tendré un encuentro en vivo; pues que, para entonces, cuando este libro llegue a sus manos, yo ya habré sido -al igual que aquellos antepasados a quienes estudié con tanto amor- un personaje de otra época), les entrego la historia de nuestra familia.


Julián Municoy Hunt

INTRODUCCIÓN


CONTEXTO FAMILIAR

Marcelo Julián Municoy nace en la ciudad de Las Flores, provincia de Buenos Aires, Argentina, el día 21 de marzo de 1967, a la hora cuatro cuarenta de la madrugada.
Es el segundo de los hijos varones y el tercero entre seis hermanos: Héctor Fabián, María Laura, Marcelo Julián, Marisa Rosario, Carlos Horacio y Myriam Graciela.
Su madre, María D. Ruiz, es nieta de italianos y de portugueses por la parte materna (Giggliotti-Maciel [este último, de origen semita]) y españoles por la línea paterna (Ruiz-Filpo). Se dedica a la costura y a la peluquería, habiendo adquirido títulos al respecto en distinguidas academias de Buenos Aires.
Su padre, Héctor José, de oficio Lustrador de muebles, es nieto, por parte de madre, de italianos de origen, por supuesto, bien latino (Carano-Lemma), y bisnieto de españoles por la parte de su bisabuela Paula Fredes, quien se une en matrimonio con Don Luis Hunt, nieto de ingleses y alemanes (Hunt-Nich).
De la unión de Don Luis Hunt y Doña Paula Fredes resulta el nacimiento de Dionisia Hunt Fredes, quien a su turno, se casaría con Vicente Municoy, cuya familia estaba compuesta por su madre Florentina Bedoya (española de origen moro, árabe o semita) y Federico Marcelino Vicente Municoy, español de origen germano, descendiente de los bárbaros visigodos. [La primera esposa de Federico fue Joaquina Furtiá o Fortiá. Con ella tuvieron los primeros hijos; luego, Federico y Florentina tuvieron algunos más y fueron criados todos juntos.] Según el censo nacional de 1869, once niños vivían entonces con el matrimonio, entre ellos Vicente Municoy, bisabuelo de quien escribe estas fojas. Los hijos (vivientes) de este Vicente también fueron once, y ellos están ubicados en distintos puntos de la argentina, siendo Sara la mayor, profesora de piano que ha cumplido 92 años en 2001, a quien sigue cronológicamente Héctor Luis (peluquero y profesor de música), hermano de ella y abuelo de quien escribe estos datos.



RESEÑA HISTÓRICA


En el intento de hallar el origen del apellido Municoy, debemos remontarnos indefectiblemente a la época de las grandes invasiones bárbaras al imperio romano.
Se cree que hacia el año 3000 antes del nacimiento de Jesucristo, varios miles de familias de diferentes características étnicas se hallaban asentadas en lo que hoy se llama Estepas Rusas. Se los conoce con el nombre de Indoeuropeos o Indo-arios, entre los cuales podemos distinguir los siguientes grupos: griegos, latinos, germanos, eslavos, sajones... Estos pueblos no habían abandonado su patria de origen hacia el año 2500, pero, a partir de esta fecha comenzó su dispersión por toda Europa del norte, desde el Atlántico hasta las tierras asiáticas. La historia de estos pueblos comienza para occidente cuando se ponen en contacto con los romanos.
Más allá de las fronteras del Imperio Romano, Europa se hallaba poblada por grandes pueblos de origen diverso. Los romanos llamaban a todos ellos bárbaros, que significa «extranjeros», entre los cuales podíanse distinguir perfectamente tres grupos: Germanos, Eslavos y los Mongoles, alejados del Imperio Romano cada grupo respectivamente.
Los germanos eran los vecinos más próximos al imperio y se dividían en dos grupos, los visigodos y los ostrogodos.
Los germanos, godos y ostrogodos, eran altos, de cabelleras lisas y blanquiamarillas, de ojos azules y cuerpos fuertemente conformados. Entre todos los bárbaros, los germanos eran los menos crueles, los más pacíficos. De sana moral, leales, nobles de carácter y valientes en extremo; aunque estas virtudes se desdibujaban por ser ellos también poco cultos, prontos para beber y guerrear; poco amantes de los trabajos manuales y excesivamente individualistas.
Los visigodos y los ostrogodos (tribus germánicas) se hallaban asentados en las márgenes de los ríos Danubio y Rhin. Al fundar Augusto el Imperio en el año -63 quiso conquistar sus territorios, pero fracasó. Los dos ríos antes mencionados fueron entonces la frontera fijada por ambos pueblos. Luego las relaciones de estos pueblos resultaron amistosas y una gran parte de ellos (colonos germanos) se infiltraron en el imperio de forma pacífica para realizar tareas diversas (generalmente se constituían soldados romanos defensores de la frontera). De no haber sido por los Hunos (pueblo bárbaro de origen mongol) aquella relación habría perdurado por siglos; pero los germanos que hasta entonces habíanse infiltrado en el imperio en forma pacífica, aterrados por la crueldad de los Hunos al mando del terrible Atila, quien se hacía llamar “El azote de Dios”, irrumpieron en una invasión violenta.
En 378 los Visigodos se enfrentan con el emperador Valente y lo destrozan en Andrinópolis. Sólo pudo contenerlos el emperador Teodosio pagándole un tributo y encargándoles a ellos mismos la defensa del Danubio.
Al morir Teodosio, su hijo Honorio de once años hereda el trono del imperio, y de inmediato todas las fronteras fueron cruzadas.
En 402 los visigodos, al mando de Alarico, se establecen en Iliria. Tres años después medio millón de germanos (suevos, alanos, vándalos, francos, alamanes y burgundios) atraviesan el río Rhin y se expanden por toda Europa. Los visigodos aprovechan la muerte de Estilicón (jefe romano de origen bárbaro) y se lanzan al ataque nuevamente.
En 408 penetran en Italia y saquean Roma.
Al morir Alarico (jefe de los visigodos), su sucesor, Ataúlfo, hace las paces con el Emperador, se casa con la hermana de éste, la princesa Gala Placidia, y acepta establecerse en España como aliado de los romanos, previa expulsión de antiguos invasores. Estos invasores, al llegar Ataúlfo con sus visigodos, entre los cuales se hallaban las familias Münick (origen de la palabra municoy), se retiran al África al mando de Genserico.
Ataúlfo funda el Reino Visigodo en España en 411 (siglo V) que, en principio, comprendía el sur y el este de España.
Los visigodos eran católicos, de secta arriana. En 587 el Rey Recaredo se convierte al catolicismo y entonces su pueblo comienza a mezclarse con los íberos (antiguos habitantes de España).
El último rey visigodo fue Don Rodrigo. Luego de su elección estalló la lucha civil, entonces, asaltaron los árabes la península (en 711) y de a poco se apoderaron de todo el país. Su reino duraría más de 700 años.
El reino visigodo de España dura sólo 300 años. Durante este tiempo se constituyen reyes, jefes de ejército, clérigos, etc. Luego estas castas sociales se diferenciaban perfectamente entre Nobles, Militares y el Clero. La casta más rasa habitaba el «villorio» (agricultores, pastores, alfareros...). Eran llamados Villanos. En un rango aun inferior se hallaban los «esclavos» (privados de libertad: prisioneros de guerra, etc.). Más infeliz era la condición de los llamados «parias»; estos, ni siquiera formaban parte de las castas ni tenían derecho civil alguno.
Al morir el reino visigodo no mueren también ni se destruyen los nobles, al contrario, el régimen feudal, en el intento de controlar las provincias europeas, desvastadas por nuevas y peores invasiones, nombra más y más Feudos y Señores. Así se llena Europa de castillos y monasterios.
Los jefes germanos que invadieron el imperio, al establecerse con sus pueblos en las distintas comarcas, repartían las tierras entre sus hombres y actuaban éstos cual si fueran amos absolutos de ellas.

Luego de Carlomagno, cuando se producen las invasiones húngaras y normandas, y los reyes demuestran su ineptitud para defender el país, los mismos dueños de las tierras debieron organizar, por su cuenta, la defensa de sus propiedades. Los campesinos pedían protección al castillo más cercano y éste, a su vez, ante el temor de enemigos más poderosos, trababan relación con otros señores, condes o marqueses, los cuales, a su turno, tienen que reconocer la superioridad de algún príncipe o gran duque. Por encima de todo eso estaba, teóricamente, el rey, aunque en la práctica era nulo para el país entero. Sólo tenía poder sobre sus posesiones personales.







SÍNTESIS

Municoy: origen germano (Münick o Münich). Tribu de los visigodos, antiguo pueblo bárbaro que por el siglo V entra en contacto con el mundo romano y luego funda reinos en el sur y el este de España (Cataluña). Emparentados con los Mun franceses, Marqués de Mun, Conde de Mun… cuyo blasón está representado por un globo terráqueo de plata fajado y cruzado de oro, sobre un campo de azur, cuya simbología es la siguiente:




Azur:
Campo sobre el cual estaban asentados sus mayores.

Plata:
Serenidad heroica realzada en la batalla con proeza.

Oro:
Calidad plena de ascendencia familiar.

Lema:
«Mundo, eres barro; pero, yo, en mí, luz».


















BLASÓN DEL LINAJE MUN



Se supone que el sistema feudal les permitió a aquellos Münick poseer vastas tierras de la vieja Europa, al sur de Francia, primero, y al noreste y sur de España, después. Esto implica haber tenido dominios sobre las mismas, y súbditos por ende, constituyéndose aquellos marqueses, duques, condes, barones, caballeros…
De la antigua germania, sólo refiero, suponiendo, el paso de los Münick, dado el homónimo nombre de la capital de Vaviera, ciudad culturalmente rica, cuya biblioteca principal está catalogada como la más importante del mundo.
De Francia y de los antiguos nobles Mun y de la ciudad francesa Mun conocerán más adelante, en este libro, el parentesco e historia común que nos enlaza; y entre aquellos y nosotros, argentinos, la rama catalana de España también, de donde partió hacia América mi tatarabuelo Federico Marcellino Vicente con sus dos hermanos Juan y Joaquín, cuyas ramas familiares he podido rastrear hasta los años 1650, aproximadamente.

REFERENCIAS

• ERA DE ARIES O ARRIANA: Desde los años antiguos hasta los años en que naciera Jesús se transitó por el signo de aries. Por eso se llama Era de Aries (según el zodíaco) o Arriana (según los partidarios de Arrio entonces, hereje que negaba la consustancialidad del verbo. Se caracterizó aquel tiempo por estar signado por la lucha y el valor en las guerras. La obsesión era la conquista.
• ERA DE PISCIS, DE CRISTO O CRISTIANA: Esta época corresponde al nacimiento de Jesucristo, y se la llamó Era de Piscis no sólo porque a Jesús se lo representaba con la figura de un pez, sino porque astrológicamente el planeta se hallaba bajo la influencia de ese signo zodiacal. Esta era estuvo signada por la reconciliación de la tierra con el cielo, el amor, la paz...
• ERA DE ACUARIO: Esta era que comienza en 2000 de nuestro tiempo, aproximadamente, y que al igual que las otras durará aproximadamente poco más de dos mil años, estará signada por el despertar de la conciencia: la madurez espiritual.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

Amézola, Gonzalo, y otros: Sociedad Espacio y Cultura de la antigüedad al el siglo XV Bs. As., Kapelusz.
Artero, Juan de la G: Historia de la Edad Media, Bs. As., Lajouane y Cía., 1900 (?).
Bagnoli, Omar, y otros: Historia Antigua, Media y Contemporánea, Bs. As., Santillana, 1996.
Cánepa, Carlos: Historia General de la Gran Familia Humana, Bs. As., Cabaut y Cnía., 1930.
Enciclopedia Digital Encarta, 2008.
Genealogy Library of the Latter Day Saints: Christening Records (regist. de bautismos), Gerona, Spain, 16911905.
George Weidenfeld and Nicolson: Milestones of History, S. A. de Ediciones Aguilar, Madrid, 1971.
Malet, Alberto: La Edad Media, Librairie Hachette, Paris, 1922.
Mariano, Antonio: Manual de Historia de las Civilizaciones, Bs. As., 1924.
Wells, H. G: Esquema de la Historia Universal, Bs. As., Lectum, 6ta. ed. 1978.
Trevisan y Sinland: Historia de la Civilización, Bs. As., Librería del Col


































PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

MIS PADRES

HÉCTOR JOSÉ MUNICOY = MARÍA DOMINGA RUIZ


Las Flores
Mi nombre completo es Marcelo Julián Municoy y nací en el Hospital de la ciudad de Las Flores un 21 de Marzo de 1967, a la hora cuatro y cuarenta.
Mi padre, Héctor José y mi madre María Dominga Ruiz, son personas trabajadoras. Lustrador de muebles, él; costurera y peluquera ella. Papá era empleado de un tal Coco Berardi en la ciudad de Las Flores, y mamá cosía delantales para la fábrica Cattorini, aunque trabajaba en nuestro domicilio.

Cuando éramos chicos (mis hermanos Fabián, Laura y yo, junto a nuestros padres), vivíamos en Las Flores y nos mandaban a la escuela 21, frente a la plaza central, porque nos quedaba cerca; pues que supimos vivir un poco en lo de mis abuelos maternos y otro poco en los de mis paternos, y ambos hogares se ubicaban a no más de dos cuadras de la mencionada escuela. Decía que vivimos un poco en cada lugar. Por ejemplo, cuando mis padres se casaron, fueron a casa de mis abuelos paternos (Alsina 376). Allá compartían la casa con mis abuelos Héctor Luis Municoy y su esposa María Elena Lemma, y los hermanos de papá. Y allí se quedaron hasta que mi hermano mayor, Fabián, cumplió seis años.
La abuela era muy celosa y autoritaria, según mamá; aunque ésta, dado lo sumisa y humilde que era, con aquella se llevaba bien.
De allá nos cambiamos a una quinta vecina de los terrenos de un tal Rubina. En los alrededores de la misma entrada de la ciudad. Allá estuvimos más o menos tres meses, mientras que mi abuelo Ruiz (conocido albañil) revestía la casa prefabricada que mis padres habían hecho levantar en un terreno que le habían comprado a un tal señor de apellido Dor, en la calle Alfredo Cruz Almada, a pasos de Paz. Yendo para el lado de la laguna, si viniendo del centro por Paz. Los vecinos que más recuerdo de aquel lugar son los Sebastiani, frente a casa; los Giménez, en la esquina opuesta por el vértice, y los Frontini, cuya casa estaba a la vuelta de la manzana.

Otros nombres que también recuerdo son los Santángelo que, creo, tenían caballos de carrera o de polo o algo así. También los Scarpiti o Escarpitti que, si no recuerdo mal, tenían un negocio de comestibles, y a Don Peña, que siempre andaba haciéndonos cuentos, diciéndonos versos o desafiando nuestra agudeza mental con sus divertidísimas adivinanzas. Este don Peña andaba siempre en la calle. No sabíamos exactamente a qué se dedicaba; pero a nosotros, los niños, nos parecía que era
un caminante, pues siempre andaba con bolsas desprolijas atadas con hilos y cartones, revistas y qué sé yo cuántas cosas más. El caso es que, después de muchos años, descubrí que él era hermano de la señora Jiménez, de quien hablé más arriba.

Mis padres: María D. Ruiz y Héctor J. Municoy


Allá vivíamos rodeados por muchísimos hermosos árboles de eucaliptos; palomas monteras, benteveos, tordos, petirrojos, cabecitas negras, mixtos..., los cuales se posaban sobre los alambres donde mamá colgaba la ropa a secarse al sol; gallinas (llegaron a haber más de 100), patos; y un sinnúmero de ranas que croaban como locas cada vez que amenazaba tormenta (y esto es uno de mis mejores recuerdos). Cinco años ahí jugando en el fondo del solar lleno de sol y de verdes diferentes, invadido de multicolores mariposas, de jilgueros, de cabecitas negras y de mixtos por doquier. Y jugábamos con mi hermano Fabián en el fondo del terreno, más allá de los límites de nuestra casa, a cazar sapos que habitaban en las profundidades húmedas y oscuras de un zanjón que entonces se nos representaba gigantesco y tenebroso, escondido entre el pastizal y el cañaveral de la india: toda una aventura. Ahí mismo donde una tarde de verano, típica hora de la siesta de las ciudades-pueblos, vimos aparecer (con Fabián) entre la espesura del bosque un espectro antropomorfo como de humo gris (según mi representación mental) que hasta el día de hoy recordamos.
Allá teníamos también un felino. Un gato. Pequeño. Un día subió por las ramas de uno de los árboles hasta por lo menos cinco o seis metros. Detrás de él iba yo. Cuando me descubrió mi padre, las ramas del árbol ya se arqueaban. Papá manejó la situación cual competente psicólogo para que yo no me asustara al verlo, y también para que no avanzara en mi heroico rescate del gato sinvergüenza que seguía gateando cada vez más hacia arriba. Así, hablándome cuidadosamente, fue acercándose a mí, como pudo, pegando su cuerpo al las ramas y arrastrándose hacia mí. Me rogaba: «No mirés para abajo. Agarrate bien. No te muevas». Cuando finalmente llegó a mí, me aferró con sus manos grandes e impidió así que cayera desde aquellas alturas. Mi madre lloraba allá abajo, sobre la superficie.

Éramos felices en aquella casa. Y aquéllos eran nuestros juegos: atrapar ranas con las manos, perseguir a los pajarillos de un alambre al otro, subirnos a los árboles, correr libremente por todo el patio, porque las divisiones de los terrenos vecinos estaban marcadas con un simple alambre liso a la altura de un metro, andar lo más que nos dejaban al rayo del sol, aunque después quedáramos negro como el carbón o nos ardiera la piel; total!, si después nos tirábamos de cabeza en el charco de agua que siempre había a ambos lados de la entrada de la casa y nos refrescábamos junto a las ranas, y los tábanos y las libélulas que revoloteaban sobre la superficie del agua. Y qué felices éramos, Dios!, qué felices! Y pensar que allá no teníamos entonces ni televisión, ni teléfonos celulares, ni juegos en red, ni internet, ni play station, ni…, nada, ni colectivo había, nada, nada fuera de nuestra mágica niñez y de la maravillosa naturaleza que reventaba por todos lados donde dirigiéramos la mirada.

Resumiendo todo aquello, diría que mis padres, una vez que se habían casado, se fueron a vivir con mis abuelos paternos, en la calle Alsina, número 376. Luego, después de seis años, ya con tres hijos nacidos, Fabián, Laura y quien escribe, nos trasladamos a la quinta de Dor (no sé si así es cómo se escribe exactamente ese nombre). De allí nos fuimos a vivir con los padres de mamá, en la calle Almirante Brown, 422, a pasos de la avenida principal, y a dos cuadras de la plaza central. Allí estuvimos un tiempo, entretanto que mi abuelo Ruiz revestía la casa que mis padres habían comprado. Y recuerdo que allá vivían también nuestros tíos, a saber, Negro, Tita, Cacho y Mirta, y estaban también los primos, un montón, pero estos eran todos hijos de Tita. Después, nos fuimos a la casa de que hablé más arriba. Mamá la llamaba la casa prefabricada. Esta se levantaba en la calle Alfredo Cruz Almada. Y todo esto pasó en un lapso de ocho años. Y de todos aquellos lugares tengo en mi mente lindos recuerdos.
De la casa de Municoy-Lemma, me acuerdo que jugábamos con mis hermanos y con Sergio, mi primo (que por entonces vivían allí también), alrededor de unos parantes de hierro que se erguían a lo largo del corredor de entrada de la casa super alta y de forma de Ele. Al pie de estos había ubicado la abuela, en cada uno de ellos (cuatro o cinco) unos macetones de cemento con helechos y otras plantas que cuidaba con devoción y que nosotros detestábamos porque nos impedía girar a su alrededor tomados de los hierros, pues temíamos quebrar sus gajos. Y dos por tres nos pescaba la abuela allá, y, entonces, nos recriminaba y teníamos que salir corriendo. Lógico que nuestras madres después nos retaban igual. También recuerdo que la abuela nos mandaba al fondo del patio donde estaba la quinta (cuando el abuelo no nos veía) a arrancarles dos o tres tomates, pero «que estén bien rojos, fijate bien», nos recontrarepetía. Eso era toda una aventura. Porque para nosotros, tan pequeños, aquel tomatal se nos figuraba la espesura de una jungla asiática. Y después ella nos lavaba las manos hasta que quedaban brillantes, aunque ardiendo. El abuelo siempre estaba ensimismado leyendo o haciendo música con su bandoneón y de tanto en tanto nos llamaba para que le hiciéramos algún mandado y entonces nos daba algunas monedas que para nosotros era un dineral, un tesoro y, así, empezábamos a soñar con comprarnos esto o aquello.
De los abuelos Ruiz-Giggliotti, me acuerdo, por ejemplo, que el tío Negro tenía montones de arcones llenos de antigüedades: tenedores de plata, vasos de cristal, botellas extravagantes, qué sé yo…, había en ellos hasta ropa de antaño, y aun horquillas y peinetas y hasta abanicos con incrustaciones brillantes.
En el fondo del patio, el abuelo Ruiz guardaba una innumerable cantidad de herramientas de albañilería junto a altísimas columnas de chapas y tejas prolijamente montadas una encima de la otra, por debajo de las cuales asomaban otra tanta cantidad de tirantes.
Lo que me gustaba mirar, cuando nos acostábamos, y gracias al reflejo lunar que entraba por la rendija del postigo dejado entreabierto de propósito, era un pato dibujado por mi madre en la puerta de la habitación. Era celeste, blanco y amarillo, con algo de naranja, creo, y bien grande, abarcaba las dos hojas de la puerta que cerraban con tranca, sin llaves. Eso y los ruidos de los autos que pasaban por las calles de madrugada es lo más que recuerdo, ah!, y los ronquidos aterradores del abuelo. Esto a veces no me dejaba dormir. Roncaba terriblemente. Había noches en que ese ruido espantoso de su respiración obstruida me despertaba y ya no me dejaba dormir más.
Hacia el fondo del patio (al cual llamaban solar), como a diez o quince metros, siguiendo un caminito de tierra, se hallaba el baño. Eso fue de mi infancia una de las pocas cosas que recuerdo sin alegría. Era un cuarto de un metro y medio cuadrado, de ladrillos sin revestir, todos agujereados, con un pequeñísimo triángulo abierto a un costado, que oficiaba de respiradero o toma de aire… o salida de gases (!), y sin postigos. Una plancha de madera muy arruinada y sin cerradura hacía las veces de puerta, y siempre quedaba entreabierta. El piso, también de listones de madera, muy precario; y el inodoro, una abertura practicada sin ningún cuidado, con el solo fin de que cualquier «cosa» que entrara por allí fuese a parar al mismísimo fondo del escalofriante pozo oloroso y aterrador. Yo le tenía un miedo espantoso, porque me figuraba que en cualquier momento me iba a caer adentro, pues teníamos que hacer nuestras necesidades flexionando un poco nuestras rodillas y aguantando el peso de nuestro cuerpo, porque no había dónde apoyar el trasero ni de dónde sostenerse siquiera y, entonce, nos tapábamos las narices para no respirar los gases que emergían de las entrañas de aquel pozo del demonio. A estos tipos de baños, la gente los llamaba letrinas. Nada que ver con el baño de los abuelos Municoy-Lemma, que tenía hasta una ducha instalada. Bueno, para decir la verdad, ellos también tenían al principio un baño igual a aquél, pero nosotros en esa época no vivíamos allí. La instalación del baño moderno la había hecho después mi abuelo Ruiz (en casa de herrero, cuchillo de palo), mucho tiempo después, cuando papá tenía como veinte años. Así que yo personalmente recuerdo de los Municoy sólo el baño instalado.
De las cosas lindas, otras son, por ejemplo, los trapitos que la abuela Giggliotti nos mandaba a buscar a alguna sastrería de por ahí a la vuelta. Había una que quedaba en la calle San Martín y eran sus dueños el matrimonio Andersen. Ellos nos daban unos muestrarios de telas para trajes. Eran unos bloques de infinitos diseños de diferentes colores de unos diez o quince centímetros cuadrado, pero había en cada uno de esos talonarios como «mil» pliegos. La abuela entonces tomaba el muestrario por el borde de cartón, donde estaban inscriptos los detalles del material, y cortaba pacientemente con una hoja de afeitar cada cuadradito de tela. Luego combinaba los colores, según su criterio, y confeccionaba con ellos unas colchas a mano que eran la envidia de cualquier diseñadora de alta costura. Luego, salía a venderlas.
Había en aquella casa, una pared enteramente empapelada con hojas de revistas. Supongo que esto era por causa de la humedad, además de la falta de dinero para pintarla debidamente, obvio. También el techo de una habitación habíase empapelado con diarios y revistas. A mí, particularmente, me llamaba la atención y me detenía a ver las caricaturas y las fotografías que reproducían, ya que leer entonces aún no sabía. También me acuerdo que en el fondo, junto al baño de que hablé antes crecía una planta a la cual llamaban cafetal o tafetal. Cuando íbamos entrando a dicho baño, debíamos agacharnos o levantar sus ramas para que no nos rasparan. Y frente a eso siempre había montículos de basura (¡?): frasquitos de remedio, latitas de azafrán, trozos de tizas, de lápices…: pedazos de lo que alguna vez había sido libro, juguete, herramienta…, un mundo de elementos, para mí, maravillosos, donde me zambullía para buscar tesoros tan pronto como los adultos se descuidaban un poco.
Ya en el límite del terreno, al fondo, una pared bastante alta nos separaba de los espacios del molino viejo. Allá, miles de palomas, cuyo plumaje brillante y tornasolado era una maravilla de ver, hacían sus nidos. Y nosotros vivíamos intentando subir los muros para espiar hacia el otro lado, que imaginábamos un mundo por descubrir. Lo mismo que a los costados del patio donde se levantaban las casas (ambas propiedades de solterones o viudos, no recuerdo) de don Primo y de don Carlos Coda, el lechero. Aquél hacía quintas, y rodeaba el sembradío con alambres e hilos en donde ataba (para espantar a los pájaros) trapos rojos y círculos de metal que brillaban al sol, logrados con los fondos de las latas de durazno y de dulce de batata. Y éste juntaba botellas de leche de vidrio y de tapas de aluminio en el fondo de su patio. No sé porqué, pero a don Primo le teníamos miedo. Era un hombre sombrío, taciturno, misterioso. Don Coda parecía un poco más «normal», conversaba.

De la casa prefabricada, recuerdo sus ventanales grandes, el zanjón con agua que había a la entrada, los alambres que hacían de límite de los patios vecinos, los pisos de alisados de colores rojo, verde y amarillo; los eucaliptos; el techo de frágiles chapas acanaladas; el fondo donde crecían las seudo cañas de la india; el foso de las ranas y sapos; los vecinos; el canto de los pájaros; el colchón de tierra de la calle; el olor a ozono presente en la atmósfera junto antes de que se desataran las tormentas, especialmente las de verano (esto es uno de mis mejores recuerdos). No sé, amé aquel lugar como a ningún otro. Recuerdo a mi madre siempre cosiendo ropas y a papá joven y alegre, y a Marta García llegando a visitar a mamá para tomar mates.

Tandil
Decía que todo aquello tuvo lugar en un lapso de ocho años, más o menos. Después, para 1974 ya nos instalábamos en Tandil. En la Villa Italia. (Esta también era una casa prefabricada, de madera, con un baño a diez metros de distancia.) Tandil era para mí otra cosa. Había otra cultura muy diferente a la de mi pueblo natal. Todo era más frío y mecanizado. Y daba la sensación de que nadie conocía a nadie.
Junto a esta casa había un bar llamado «El Bar Chaqueño», atendido por una chaqueña brava. Los borrachos a veces salían de allí de madrugada y orinaban contra nuestra pared medianera. Mamá les tenía pánico, porque muchos de ellos eran cuchilleros (y no precisamente porque se dedicaran a la fabricación de los mismos).
Más tarde, nos mudamos a la calle Suipacha al 250. Aquella era otra zona, más paqueta, je!, estábamos a dos cuadras del asfalto. Era un departamento horizontal (por no decir mini-conventillo) de dos habitaciones, cocina, y baño afuera, aunque pegado a la casa. Y en un recoveco sobrevivía un aljibe jubilado, cuyo brocal se desmoronaba día a día. (A nosotros nos gustaba tirar adentro piedras y cosas inservibles -cuando no nos veía mi madre- para calcular cuánto tardaban en llegar al fondo del oscuro pozo.)
Aquella, la nuestra, era la primera casa de tres que había en aquel espacio. La segunda era la de los Pedersen o Petersen, que tenían un solo hijo, y al fondo estaban los Benítez, que eran numerosos y todos varones. Compartíamos el pasillo todos, y con los Benítez, el agua de su bomba.
En aquella época nos mandaban a la escuela 14, a la vuelta de la cual había una casa cuyos dueños juntaban increíbles cantidades de latas de todo tipo, vidrios y cartones, y a cuyos hijos llamábamos los «chicos de los tachos». Estos siempre nos corrían a la salida de la escuela para, y no sé por cuáles motivos, cagarnos a palos. Les teníamos terror (por lo menos en lo que a mí tocaba). Solían corrernos tres o cuatro cuadras seguidas. Para colmo, nunca solos, siempre todos los hermanos juntos. Cuando mamá nos mandaba a hacer algún mandado, rogábamos que no nos vieran, y ni locos ni en pedo se nos hubiera ocurrido jamás pasar por su casa, porque, dado el caso, si nos descubrían en su «zona», teníamos que emprender la retirada allí «mismito» donde nos encontraban, barajando las bolsas como podíamos, y así llegábamos a casa exhaustos de cansancio y de espanto.
Otra cosa que recuerdo es el arroyuelo a una cuadra y media más arriba de mi casa. Bajaba de la sierra y cruzaba la calle Suipacha. En partes aparecía turbio y profundo para los chicos de mi edad entonces; pero justo antes de cruzar la calle, su cause se hacía más claro, ancho y débil, derramando sus aguas como una caricia apenas. Muchos íbamos a bañarnos. Era un lugar muy tranquilo. Tapizado de verdes diferentes, rojas verbenas y blancas margaritas y amarillas manzanillas silvestres por doquier. Sobre el agua, las fantásticas libélulas (avioncitos y helicópteros, para nosotros) revoloteaban todo el tiempo. Y no se percibía en el aire otra cosa que no fuera el canto de los pájaros, el murmullo del agua y el susurro de la brisa. Y era todo maravilla de la naturaleza. Regalo de Dios. Y todo me parece un cuento.
De aquel lugar nos marchamos cuando nos tocó en sorteo la casa en donde aún vivimos, en el Barrio 25 de Mayo, al noreste de la ciudad de Tandil, a veinticinco minutos del centro, en colectivo. Entonces corría el año 1976.
Nos anotaron en la escuela número 59, a dos cuadras de casa. Era de madera. Frente a ella, un carro ferroviario, también jubilado de tal, hacía las veces de capilla católica, regenteada por el Padre Pedro Passarelli, con quien tomamos la primera comunión casi todos los de mi generación y muchísimos otros después.
Papá para entonces ya estaba estable en su trabajo de Lustrador de Muebles. Empleado de un tal Stigol (primero) y de un Puerta (después), en la casa Ostende Muebles, en pleno centro de Tandil.
Y allá trabajó treinta dos años. Al principio iba en colectivo; después, adoptó la bicicleta, y ya no la dejó más. Iba y venía dos veces al día. Todo un sacrificio. Pero a él le gustaba y, además, no soportaba las horas picos en el colectivo. Yo lo admiraba, porque en ciertos momentos terribles de la economía argentina, como fue la época de Alfonsín la de la gran inflación, él volvía a casa después de haber estado cuatro horas renegando con los muebles y no podía poner en la mesa para comer más que un plato de papas fritas o una ensalada de lechuga y tomates. Entonces, murmuraba: «Algún día esto se va a acabar! Algún día el sol va a salir para todos». Y comía en silencio. Pobre pá! Y dormía después treinta minutos para luego volver a pedalear y pedalear hasta el centro otra vez a seguir trabajando. Y así un día y otro; un mes y otro, un año y dos, tres… y toda su vida igual. Y al fin de sus días partió de este mundo sin haber visto nada de lo que soñaba. Se fue tan pobre (económicamente hablando) como al principio de todo su trabajo. Aunque sé que igualmente fue feliz como nadie, porque a él nada del mundo material lo deslumbraba nunca. Su aversión hacia los lujos y hacia las cosas innecesarias era pasmosa e inquietante para los demás que siempre andaban queriendo comprarse todo con dinero. Él era feliz con solo cantar sus tangos de Gardel en cada fiesta de navidad o año nuevo, cosa que se había hecho tradición en la familia. Aunque, había siempre algún miembro a quien no le agradaba y que haciéndose el «exquisito/a» miraba hacia otra parte y gesticulara extrañamente. Pero, eso a papá no le importaba. Es más, creo que no se daba siquiera cuenta de esa situación. Orbitaba en otro sistema. El motivo de su felicidad eran las cosas más simples y cotidianas. No tenía ambiciones mayores que las de estar junto a sus seres queridos, y jamás se enojaba con nosotros ni con nadie. Nunca nos levantó la mano y, es más, se molestaba si mamá nos regañaba, y cuando ella nos daba un chirlo, él sufría, lo sé. Tomaba mucho. Y fumaba también. Mis hermanos, a veces, se lo reprochaban. Papá me miraba y sonreía. [Él habrá tenido sus motivos para comportarse así…] Yo siempre le decía que hiciera como le pareciera, que él era grande y dueño de su vida, pero que si le pasaba algo algún día, yo no iba a llevarlo al médico ni iba a lidiar con él. Cosa que no fue así, por supuesto, porque cuando una sola vez en su vida se descompuso, fui yo quién lo acompañó al hospital y quién lo llevó en silla de ruedas, por precaución, por todos los pasillos del mismo. Él se reía de sí mismo entonces y me pedía que lo dejara bajarse e ir caminando normalmente a la sala de rayos. Era un porfiado, eso sí. Pero, más bueno que el pan. Y hoy (2010), a casi un año y medio de ido, todo el mundo lo extraña, y lo recuerdan con amor y alegría, porque todo su ser era alegría y amor.



Casamiento de mi hermana Laura con Andrés Cardozo:
Mi familia: de izquierda a derecha: Carlos, Mariza, Mamá, Andrés, Laura, Myriam, Fabián, Yo y Papá.



Sinóptico de las cuatro generaciones, desde mis abuelos paternos hasta mis sobrinos.


































De izquierda a derecha: hermanos Fabián, Marcelo y Carlos: (Tandil, 2010)




























El Tío Francisco (Negro) Ruiz (abrazándolo, mi hermano Fabián Municoy).
En uno de mis tantos viajes a Las Flores, sentí el deseo de volver a ver nuestra vieja casa de la calle Alfredo Cruz Almada. Y allá nos fuimos con mi amigo de Tandil, Marcelo del Giorgio, caminando por las calles del recuerdo.
Hacía calor, y las sensaciones pasadas empezaban a aflorar nuevamente en mi conciencia.

Después, por supuesto, una vez en mi casa, escribí lo siguiente:


LA PREFABRICADA
23 de diciembre de 1996

Recorrí, casi sin querer, el barrio de mi infancia. Primero rodeé la manzana de mi antigua morada, donde viví allá por los años 7274. Fue el recuerdo melancólico. No era para menos. Vi en el patio delantero de una de las casas de enfrente a una familia típica tomando sus mates bajo la sombra de un viejo árbol. Creí que fuesen los Sebastiani, y sonreí para adentro, pues aquellos chicos, en nuestra infancia, siempre andaban peleándonos, y nunca supimos la razón. Me acerqué a ellos y, oh, sorpresa!, me reconocieron inmediatamente. Se veían contentos. Y me demostraban su alegría de verme por allá después de tanto tiempo de ausencia. Y me daba cuenta, por las expresiones de sus rostros, que hacían fuerza para traer al presente aquellos años pasados. Me invitaron con un mate y nos dispusimos a charlar acerca de nuestras respectivas vidas. Yo sólo les pregunté, al llegar, si el señor mayor era el papá de aquellos niños de entonces. Me respondieron que sí. Pero respecto de los otros que estaban, aunque sabía que eran sus hijos, no pude dirigirme a ellos por sus respectivos nombres, que tampoco recordaba, porque no distinguía entre uno y el otro. Después de conversar un poco, me despedí y crucé la calle hacia mi casa. Cómo me hubiera gustado entrar! Si ahí estaba, como esperándome! Como diciéndome pasá, soy tu casa. Llamé a la puerta, pero nadie contestó. Entonces alguien me enteró de que allí vivía un joven que durante el día nunca estaba, que sólo regresaba por las noches para dormir. Y me quedé entonces en la vereda, pensando. [Quién era ese insolente que se había atrevido a tomar mi casa y que encima no iba a regresar hasta la noche!] De ahí, me fui a la vuelta, a lo de los Frontini. Esta familia estaba formada, por aquellos tiempos, por un matrimonio que, creo, él era bombero o policía, y sus tres hijas. Para mi hermano Fabián y yo, cuál de todas más lindas. Allá nos encaminamos con nuestro amigo de quien ya hablé al principio de este relato. Nos atendió, según nos enteramos al rato, la más chica de las hermanas. Pero ni se acordaba de mí. Sí del apellido. Nos invitó a entrar y conversar un poco. Estaba sola al momento. Fue muy amable y nos invitó a regresar. Al salir miré hacia los fondos de su casa y recordé, así, los corrales de las nutrias -animalejos, para mí ayer -enigmáticos y extraordinarios, dado el modo de agarrar con sus manitas los marlos, de maíz, y roerlos con sus cómicos y exagerados dientes. Entonces nadaban sobre la superficie del agua del estanque artificial y por debajo de ésta, apareciendo y desapareciendo una vez y otra. Le hice un comentario al respecto y ella dijo, como quien intentara hacer creer que era un tema menor sin importancia: ah!, sí, eso era antes.
Nos fuimos, dejándole antes saludos al resto de la familia. Y nos dirigimos a la casa de los Jiménez. De estos recordaba a uno solo: Roberto, a quien llamaban Robertito. De su madre y de don Peña (de quien supiera después de mucho tiempo el parentesco) no me acordaba nada. Sólo aparecía en mi memoria una mujer muy delgada y con el cabello largo y atado en una cola de caballo. Pero de su cara, nada. Alguien nos dijo que no estaba la señora. Y ya nos volvíamos a la casa de mi tía Susana para matear. Pero asomó una cara trigueña por el costado de un paredón y nos observó un rato a lo lejos. Tenía en sus manos una bordeadora de césped. "Gente chusma", dijimos al unísono con mi amigo, y seguimos viaje. Pero no pude con mi genio y regresé allá para preguntarle si conocía a los Jiménez. Cuando nos acercamos un poco, me di cuenta de que si aquel no era Roberto, era uno de sus primos más parecidos. Le pregunté directamente "vos no serás Roberto, no?”. "Sí, soy. Usted quién es?”, me preguntó, intrigado por mi evidente extranjerismo. Y una vez enterado, soltó su máquina y se apuró a limpiar su mano en su mameluco y a extendérmela amistosamente. Nos quedamos allí parados, en medio de la calle, conversando un poco. Parecía feliz de verme por allá. Mostraba la alegría propia de quien vive un gran acontecimiento. Yo lo veía un tanto avejentado. Yo ya tenía 29 años, lo que también es ser joven; pero él era aun más joven que yo... Miraba las arruguillas que aparecían a los costados de sus ojos un tanto achinados. Sentía una extraña molestia. Me angustiaba ser plenamente consciente de que tanto más charlábamos, cuanto más envejecíamos. El tiempo implacable seguía su curso irrefrenable. La última vez que nos habíamos visto teníamos cinco años él y siete yo, no más. Con el temor propio de una posible respuesta negativa, le pregunté "vive tu mamá?”. "Sí, contestó feliz, cuando le cuente, no va a poder creer”. Después de esto, nos despedimos. Felices de haber evocado aquellos años tan lejanos como pletóricos de juegos y aventuras infantiles que, al parecer, seguían alegrando nuestros corazones.




























Nuestra casa prefabricada de la Calle Alfredo Cruz Almada de Las Flores
Fotografía de Héctor Fabián Municoy, tomada en 2010




Y ya que tocamos el tema de aquellos años en aquella nuestra tan querida casa, a continuación reproduzco un texto que bien dibuja todo aquel mundo que guardo celosamente en mi memoria:



MAMITA
12/ 05/ 04

Después de almorzar [Manos con olor a jabón común. Orejas que ya ardían de restregadas. Narices impecablemente limpias y cada pelo en su respectivo sitio; todo supervisado, lo mismo que la ropa, humilde toda, pero ni una sola rotura que no hubiera sido esculturalmente zurcida por las laboriosas manos de mi madre.], masticando todo cuatrocientas veces y, lo más difícil, con la boca cerrada, mis hermanos mayores se iban a la escuela y, claro, entretanto nosotros, los más pequeños, aprovechábamos para hacer algún barullo que otro. Nos reíamos de nosotros mismos. A mí particularmente me hacía gracia ver a mis hermanos, morochos como yo, enfundados en esas blancuras inmaculadas de sus guardapolvos almidonados, duros como el yeso, que mi madre lograba a fuerza de batea, plancha y, principalmente, sacrificios.
Los más grandes, a estudiar; los más chicos, a callar; porque de lo contrario mamá, que ponía los ojos en la aguja de la máquina de coser, pero su cabeza en las nubes grises de sus pensamientos dorados, equivocaba las partes y pegaba, entonces, las mangas al revés o los cuellos en donde las martingalas o viceversa. De manera que teníamos dos opciones: dormir siesta o quedarnos callados a su lado, callados y quietos como niños obedientes; aunque, al final, estas opciones terminaban en nada, ya que tan pronto como habíamos bajado un poco la comida empezábamos -pobre mamá- a hacerla renegar. Iniciábamos una revuelta por cualquier cosa. No sé, pelear por esto o aquello. Estupideces como, por ejemplo, querer obligar al otro a no mirar nuestra cara o a que no nos hablara... tonterías de niños. Niños, mamá, éramos niños! Entonces cuando ya cansada ella de habernos retado para que nos tranquilizáramos y de habernos amenazado cien veces con la famosa y generalmente efectiva frase “ya van a ver cuando venga su padre” que, dicho sea de paso, o mi padre nunca supo ver nada o era más bueno que el pan, porque nunca ni un sí ni un no, y cayendo en la cuenta de que ya era la tercera manga que cosía al revés, sin decir tus ni mus se levantaba de la silla en la cual había estado doblada sobre la costura y nos cazaba de una oreja y «a dormir, se ha dicho». «No quiero oír el vuelo de una mosca.», decía enojada y, a veces, agregaba: «si no duermen un ratito, van a venir los duendes».
[Los «duendes» eran unos personajes pequeños, tan pequeños que pocos eran capaces de verlos. pero muchos de ellos podían ser tan buenos como malos, y encima tenían poderes sobrenaturales e incluso podían llegar a robarse a los niños desobedientes.]
Entonces mamá volvía rápidamente a su bendita costura, porque debía entregarla antes del anochecer. Marta García, su amiga, mi tío Negro o mi abuela María, según la ocasión, se quedarían cuidando de nosotros mientras ella llevaba el paquete de guardapolvos recién armados. Papá no podía quedarse con nosotros porque volvía muy tarde a casa. Con estos pensamientos regresaba ella a la costura. A su bolsa de delantales. A su trabajo diario. A sus guardapolvos blancos y caros que los hijos de otras mamás que podían comprarlos usarían. Volvía a doblar su espalda sobre su máquina y a enhebrar sus grandes ojos almendrados en el ojo de la aguja que subía y bajaba sin descanso inventando costuritas de ilusiones, armando caminitos floridos o pespunteando paisajes increíbles. Y así, entre cuellos y martingalas, entre ilusiones y anhelos, entre borduras francesas y sulfilados, entre ida y vuelta de la aguja, entre sueños y estrellas se le iban las horas, se le iba la vida y se les hacían, entonces, más soportables las heridas... Y nosotros, en el cuarto, nos dormíamos al fin aterrorizados por los duendes. Nos tapábamos con las mantas hasta la cabeza, porque para aquellas horas de la siesta en Las Flores empezaban a merodear las casa quintas de los niños inquietos y traviesos y entonces podíamos escuchar sus voces, sus sonidos demoníacos, sus chirridos de gnomos, de duendes malos quienes hacían mover todas las hojas de los árboles que circundaban la quinta. Entonces los gorriones huían en bandadas cuando los oían. En estos momentos el silencio propio de la siesta se agigantaba y el ruido producido por los «diablitos» asustaba más aún: gcu-gcu-gcuuú... gcu-gcu-gcuuú... y luego un batir de alas y los ramajes de los eucaliptos agitándose.
Veíamos todo aquello a través del cristal del ventanal asomando un ojo por encima de las mantas. Ay! mamá, qué poco te alcanzaba para mantenernos quietos! Qué ingenuidad! Después de algunos años supimos que los duendes fantásticos que tanto nos habían aterrado de niños no eran otra cosa más que hermosas palomas monteras que frecuentaban los alrededores de la quinta. Y recuerdo, ahora que evoco aquel lugar, el zanjón de las ranas y el cañaveral que crecía en el fondo del solar donde jugábamos con mi hermano mayor, Fabián. Y también viene a mi memoria que la alegría regresaba a la casa cuando él y mi hermana Laura volvían de la escuela veintiuno. Porque entonces nos levantabas, mamá, y nos preparabas la merienda, no sin antes, por supuesto, habernos hecho entrar al cuarto de baño para asearnos nuevamente, peinarnos y, en definitiva, repetir todo aquel diario ritual de la higiene. Y luego nos permitías ir a jugar por ahí, pero «ojo! Guay con pasar de la esquina!». Y salíamos como pájaros a los que les habían abierto la puerta de la jaula. Y allá afuera nos encontrábamos con los hijos de Jiménez, en la esquina, y con los de Sebastiani, de enfrente. Y también estaban las hermosas chicas de Frontini, las de a la vuelta de la manzana. Sobre las cuales con mi hermano echábamos suerte para ver con cuál de ellas nos quedaríamos cada uno.
[Recuerdos, nada más, de la infancia]
Mamá para esas horas de la tarde ya tenía la casa limpia hacía rato, y armados todos los benditos guardapolvos y, entonces, tomaba mates con su amiga Marta García en la cocina y, de tanto en tanto, asomaba en la puerta de calle para gritarnos sin gritar, haciéndose la que «si no» iba a enojarse mucho: «¡no van a andar peleándose o ensuciándose la ropa, eh...?».

















Marta García, amiga de mamá.




















De izquierda a derecha:
Atrás: Tíos Ricardo Ruiz y
Hugo Municoy junto a papá.
Al frente: Mis hermanas Marisa, Laura y yo, de brazos cruzados, como siempre. Años 1974-1976. Va. Italia, Tandil.



























Marta García y mi tío Carlitos Municoy, en Tandil.
Entre los años 1975-1977

























De izquierda a derecha:
En el frente de nuestra casa,
Barrio 25 de Mayo de Tandil:
Papá, mi hermano Fabián, yo
y mi hermano Carlos. Año 2005.
























CAPÍTULO II

MIS ABUELOS MATERNOS

FRANCISCO RAMÓN RUIZ = MARÍA ESTHER DELIA GIGGLIOTTI

Fotografía de los abuelos


Había en la casa de mis abuelos maternos (Almirante Brown 422) un no sé qué de cosa vieja, de historias pasadas, de un ‘ya fue’. Aunque, nos gustaba estar allá. Especialmente, a la hora de la siesta. Todo entonces se detenía en el tiempo. Y el silencio era un bálsamo para todas las tristezas y preocupaciones posibles.
Recuerdo a mi abuela materna, María Giggliotti, con sus costuritas y colchas de colores múltiples, sus chucherías, sus elementos de buscavidas, saliendo diariamente en busca de su pan, y el de los demás… En aquel tiempo –el que estoy recordando ahora (porque hubo allí varios tiempos)– vivíamos allá muchas personas: mamá, papá, mis hermanos, yo, mi tío Negro, mi tía Tita y sus muchos hijos, algún que otro pariente que anduviera de paso, y/o cualquiera otra persona que no tuviera dónde dormir aquella noche; porque, si bien la casa era grande y dinero no había, la abuela era una buena mago o genio y siempre tenía algo para sacar de su galera o de su lámpara de Aladino. El abuelo…, no sé…, lo recuerdo sentado siempre junto a una damajuana de vino tinto... Me acuerdo hasta de su marca: Toro Viejo. Aunque, también tengo la fotografía de las muchas herramientas de albañilería que se apilaban en su galpón: reglas, fratachos, cucharas, tenazas, martillos, y tablones, tirantes, alambres…, y mil cosas más. De todo eso, para mí, lo más excitante -y con lo que hubiera querido jugar todo el tiempo, de habérmelo permitido mi abuelo- era un magnífico trompo de metal cuya forma me representaba una nave extraterrestre (la plomada).


Texto agregado el 08-08-2013, y leído por 589 visitantes. (0 votos)


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