Recostados en una cama rasgada de tanto ser maltratada, el humo del cigarrillo que emanaba del hombre, jugando a bocanadas, con la sonrisa desgastada, nublaba la vista de la mujer hacia las estrellas que iluminaban el cielo. Ella, no tenía idea de cómo su cuerpo fue tocado por esas manos frívolas, inquietantes y a ratos nerviosas, ella no quería. Él, esperándola siempre en algún rincón, esperando que su aroma contagiara a los pájaros, y a los pétalos que formaran su vestido a la salida del trabajo. Ellos, los amantes, tenían visiones tan diferentes. La noche les otorgaba un espacio para ellos dos, no existían culpas.
Las culpas venían después, a la mañana siguiente, cuando el grito indiferente de ella y los besos apasionados de él, se transformen en la luz del día.