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MARÍA LUISA

Cerró la puerta del dormitorio, se aseguró de que su marido, que dormía en una habitación aparte, no despertase. Lo tenía bien claro. Tomó todos sus barbitúricos y una botella de agua, encaminándose hacia el ascensor. Unas sombras la seguían intentando en vano retenerla, persuadirla, pero apenas conseguían ni siquiera llamar su atención.
Subió expedita al terrazo del edificio. En el borde de la azotea, se ayudó con una silla que solía ella usar en días soleados para tomar ese bendito sol que tanto le calmaba esa dolencia atroz que la reconcomía en sus entrañas.
Con mucha dificultad, y ayudada por la silla, consiguió sentarse en el margen del mismo abismo. A ambos lados de la desdichada, sendos ángeles lloraban desconsoladamente intentando sujetarla en un fútil deseo de salvarla.
Era noche cerrada, en la lejanía, algún que otro gato maullaba. Miró al precipicio mismo de la calle, como si de un agujero negro se tratara, como imantada parecía que alguien la llamará. Con los ojos desorbitados, miraba al infinito de la noche. Los querubines, cada vez más desesperados, se abrazaron llorando desconsoladamente.
Empezó a llenarse la boca de medicamentos y sorbos de agua. Entre el sopor de la química y su más que deseo de saltar, tomó el suficiente valor para iniciar el vuelo final.

4ª Planta

María Luisa volaba a su terrible destino, conforme la Ley de la Gravedad actuaba en su contra, sus pensamientos no eran otros que llegar cuanto antes al frío y duro suelo de la acera, que la esperaba, cual madre con los brazos abiertos esperaba recibir a su adorable bebé.
Al momento, sonó una vieja melodía que en su niñez cantaba su madre.
—¿Estaré ya muerta? —se preguntó con esa candidez propia de una niña.
—Ven deprisa con mamá —le decía una mujer oronda con los brazos abiertos.
María luisa no se lo pensó dos veces. Loca de alegría, fue a refugiarse entre los seguros y acogedores brazos de su madre.
—Mi querida y desgraciada niña —repetía la mujer con ese cariño que nunca se olvida.
—Mamá —decía la niña entre sollozos y lamentos, fue dejándose mecer por esos poderosos brazos de esa matrona de abultados pechos y recias carnes. Fueron momentos de pura felicidad. Tanto madre como hija, fundidas en un abrazo, pintaban una imagen idílica de cualquier anuncio de champú, pero como todo lo que empieza acaba, esto no iba a ser menos, y más si nuestra heroína tiene una deuda pendiente con el destino. Al momento, todo se disolvió, se deterioraba como el papel de la pared que se va deshaciendo de puro viejo. María Luisa, despavorida ante el dantesco panorama, miró a su madre. Qué horror, como un muñeco de cera se estaba fundiendo ante los atónitos ojos de su desdichada hija. Mientras nuestra amiga se lamentaba de su mala suerte, de un sitio indeterminado dos ángeles negros, raudos y sumamente efectivos la arrancaron de su alocada visión, y con expedita solicitud la auparon de nuevo a la azotea. Al momento, sin que ella lo quisiese reanudó su alocada caída.

3ª Planta

Conforme se acercaba al suelo, una nube la rodeó dándole la posibilidad de subirse a la misma. A modo de una alfombra voladora, fue llevada nuestra amiga disfrutando de lo lindo. Todo eran risas, extendió los brazos dejándose acariciar por el viento, viajando a la velocidad del pensamiento. La bóveda celeste pintada con un sinfín de estrellas daba la impresión de que nunca tuviera fin. Aquí y allá un número indeterminado de nubes con sus respetivos acompañantes surcaban el infinito. Todos se saludaban con inusitada alegría moviendo los brazos, enviándose mensajes de bienvenida. Daba la impresión de que su viaje llegaba a su fin. Todas las nubes se ponían en fila india, introduciéndose por una abertura, que aunque ella no quisiera, ya la nube no respondía a su pensamiento.
Dentro de una gran sala, varios entes de luz parloteaban amigablemente. Cuando María Luisa entró, se hizo todo silencio.
“¿Qué hacía esta entidad descolorida como una bombilla de pocos vatios?”. Ella, aturdida y confusa, se acercó, pero las demás entidades se apartaron de ella como si tuviera la peste. Aquello parecía un enjambre de miles de abejas moviendo las alas al unísono. Todo era caos y desorden; al momento, resonó en toda su amplitud una autoritaria voz, y como arte de magia todos y cada uno de las esencias guardaron la compostura adecuada. La dictadora voz fue nombrando a cada uno de ellos, repartiendo diplomas de graduación. Todos lo recibieron con suma felicidad, al término de la ceremonia se subieron en sus respectivas nubes abrazándose, deseándose lo mejor para la vidas venideras. María Luisa, abatida, desilusionada y meditabunda, fue perdiendo cada vez más la poca brillantez que le quedaba. No la nombraron, “¿entonces qué hacía allí?, ¿por qué este tormento?, ¿por qué razón sufrir tanto?”. En esas cuestiones andaba cuando una luz tan cegadora como el propio sol la inundó cual farola atrae los insectos en verano.
El brío que la luz emanaba la envolvió. Con una gran sacudida, fue tomando energía, ahora sí desprendía ese resplandor característico de un alma en plenitud, de una esplendorosa belleza. En lugar de su esperado diploma, un grueso volumen por título Mi Vida le fue dado, lo abrió y empezó a leer. Llegando a la página 62 algo no encajaba, con desespero y rapidez fue pasando el libro hasta el final del mismo. Con suplicante voz, se dirigió al ser autoritario.
— ¿Por qué se repite mi vida a partir de la pagina 62…?
—Hija mía —contestó el ser como un padre le hablara a su hija—. Ahora que estás llena de luz lo entenderás —siguió diciendo con suma paciencia.
A modo de una descarga eléctrica, le vino todo lo sucedido. Ahora sí, no hacían falta más explicaciones, poco a poco fue perdiendo luz, casi llegando a apagarse.
Aparecieron dos ángeles negros que la tomaron y, de nuevo, subiéndola a la azotea en la cual volvía a empezar su frenético viaje al abismo.

2ª Planta

Durante su viaje al precipicio, de una ventana cercana, un niño la saludaba. Al pronto, le tendió la mano y juntos, por un largo y estrecho pasillo, fueron avanzando hasta llegar a una blanca puerta, que no se sostenía en ninguna pared. Entraron en una gran sala en penumbras, al fondo una gigantesca pantalla de cine hizo que de nuestra amiga saliera una profunda exclamación de sorpresa.
—Me alegra que te guste —susurró el niño.
—Muy buenas, llegan a tiempo para la función —dijo el acomodador, y acto seguido los acomodó en dos butacas libres.
—Perdón, señora —inquirió modestamente el acomodador.
María Luisa, algo atónita, miró al mismo. El individuo allí de pie con la mano tendida esperaba algo. La mujer enseguida comprendió rebuscando en su monedero algo de calderilla.
—Se equivoca usted, señora, aquí el dinero no sirve.
—Tú sabes bien lo que quiere este señor —contestó el niño.
La mujer pareció entender. Con los dedos de la mano derecha, se sacó de cuajo los ojos. Aún sanguinolentos, se los ofreció.
—Muchas gracias, señora, ya pueden sentarse.
—No te preocupes, ya te contaré lo que sucede en la pantalla —contestó lánguidamente el niño.
Empezaron los créditos de la película, comenzó el film y el niño fue comentando las imágenes.
La vida de la mujer pasaba vertiginosa. A la narración del niño, la fémina estaba cada vez más triste y afligida. En lugar de lágrimas, una roja y espesa sangre manaba de sus cuencas vacías. No soportaba más esta desesperada angustia. En un arrebato de cólera, se levantó dando manotazos y puntapiés a todo lo que estaba a su alrededor. De las butacas ocupadas fueron cayendo muñecos de cara impávida, uno a uno quedaron maltrechos por la ira de María Luisa.
—Abuela cálmate —suplicó el niño.
—¿Cómo que abuela? —contestó asombrada la mujer.
—¿De qué te extrañas abuela? Soy tu nieto que jamás disfrutasteis, no existo para ti ya que resolvisteis apearte antes de tiempo.
La mujer, desesperada, ciega de dolor, quiso abrazar a su nieto.
En su cabeza sonó una autoritaria voz.
—¡¡María Luisa!! No hay nada que abrazar, nada por lo que llorar, nunca existió y nunca existirá.
De la penumbra del cine salieron dos ángeles negros que tomaron a la desdichada por los hombros, devolviéndola a su alocada caída libre.

1ª Planta

“Ya falta poco, María Luisa”. Esta frase se le inculcó muy adentro a nuestra desgraciada amiga.
Oscuridad, negrura, más silencio. Hasta ahora, nunca fue todo tan opresivo ni claustrofóbico, pero… “cómo puede ser si estoy moviendo mis pies y noto la dureza del entono, meneo mis manos y tropiezo con la dureza de lo que parece madera, ya que suena como tal. Lo palpo con pánico, mis manos recorren todo el entorno. ¡¡Un ataúd!!”, exclamó desesperada.
“Mí respiración se acentúa y mi pobre corazón galopa como un caballo desbocado, pero si estaba cayendo, ahora dentro de esta caja moriré asfixiada. No fue este el plan, llegar al suelo, estrellarme y acabar con todo lo más rápidamente. No, no, no…”.
En estas estaba María Luisa cuando oyó unos ruidos.
—¡No puede ser!
—¿Vendrán a rescatarme, me han perdonado?
Poco a poco el ruido se escuchaba más y más cerca. Nuestra amiga, llena de alegría, esperaba con devoción el tan anhelado rescate. Con estrépito ruido, se abre el ataúd, y una luz la llena de amor, la inunda dándole una agradable sensación de una inenarrable paz. María Luisa es atraída por esa luz que poco a poco la eleva sacándola de esa inmunda caja de madera. Ve una especie de túnel, al final del mismo un ángel resplandeciente la espera con una sonrisa de beatitud. Conforme va ascendiendo, una multitud de manos que sobresalen del conducto le ayudan en su avance. Cuando ya falta poco para la meta, la multitud de manos cambia de dirección, frenándola en sus aspiraciones de llegar al final. El ángel, antes resplandeciente, pierde poco a poco su luz. Con semblante triste y cabizbajo, da a entender que no es el momento de llegar. María Luisa grita de dolor, sus ojos derraman angustiosas lágrimas de desesperación. Despacio, pero sin pausa, regresa a su caja.
—¡No puede ser! —exclama— La caja se mueve —efectivamente, como arenas movedizas, el ataúd es engullido por una estrecho conducto. Una gran mano huesuda se le acerca, casi la aplasta, pero no. Todo su entorno da la vuelta, lo que antes era abajo, ahora es arriba. De nuevo, la caja es atraída por un torbellino de arena que acaba de nuevo engulléndola, desaparece pasando por el estrecho pasadizo, de nuevo cayendo en la inmensa negrura de la noche. Una lúgubre y sarcástica risa se deja oír dejando a María Luisa presa de un paralizante terror. Un vacio inmenso y desolador rodea a la desdichada, que vaga por un espacio sin tiempo.

—¿Conocen ustedes a esta señora? —le decía el policía a los aturdidos vecinos, que minutos antes fueron despertados por unas insistentes llamadas al timbre de sus respectivas puertas.
Allí estaba María Luisa, encima de la acera hecha una muñeca rota, con un hilillo de sangre que asomaba por la nariz. El Juez de guardia, con sus reglamentarios guantes, la movía como una marioneta de trapo. Los sanitarios, policías y vecinos congregados murmuraban: “¿quién podía ser esa señora?”.

FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.


Todas las obras están registradas.

https://www.safecreative.org/user/1305290860471

Texto agregado el 06-08-2013, y leído por 224 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-08-2013 Muy interesante, realmente me gustó! Carmen-Valdes
06-08-2013 Aterradora situación. Tu relato da para más, continúa. susana-del-rosal
 
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