La llovizna invernal no cede y Gaby se ha retrasado otra vez. Ana observa como el personal policial realiza las últimas pericias, mientras camina impaciente desde el salón a la galería. Esto no puede estar ocurriendo, piensa. Su madre permanece sentada en el borde del sofá; exhibe una mirada marchita, los párpados continúan hinchados, las manos sobre el regazo revelan un ligero temblor. Las palabras acumuladas pugnan por convertirse en un grito, pero la anciana prefiere callar como lo hizo siempre.
Un perrito negro, obediente, sentado en su rincón la mira con tristeza.
Ana se esfuerza para seguir en pie. Piensa en Gaby, su hermana menor.
En ese momento lo ve como lo viera la última vez. Es tan real la presencia del padre que percibe sus manos acariciándole el cabello. Lleva puesta la gorra verde. La misma que Gaby le regalara para su cumpleaños. Sonríe despreocupado. Está cantando la canción que le cantaba cuando era niña.
Ana comienza a cantar; su madre la observa extrañada. Entonces se dirige en silencio a la cocina.
Cuando Gaby llega, la encuentra preparando el té preferido de mamá: manzanilla, con una cucharadita de azúcar.
Las hermanas se abrazan, no hablan mucho; en esa casa la madre siempre impuso reglas estrictas. Papá era diferente, y sin embargo…
Ana lleva una tetera de porcelana. Gaby, la bandeja y tres tazas. Cuando llegan al pasillo ambas la ven, pero no dicen nada. Allí, en el piso, cerca de la puerta, está tirada la gorra verde.
Y, colgando del techo, como una serpiente, la cuerda que aún nadie se molestó en quitar.
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