Es tarde, camino de regreso a casa, no quise tomar un taxi, ahorrando, siempre ahorrando, los buses ya no pasan a esta hora, en fin, me hace bien caminar, me gusta además, la luna se esconde a ratos entre unas nubes rebeldes que no quieren irse, que insisten en taparlo todo aunque ya estamos a mitad de la primavera, estornudo, aún a esta hora mi alergia al polen me molesta, me tomaré la pastilla llegando a casa.
La brisa recorre la calle, moviendo los árboles, salpicando algunas hojas que aún quedan sueltas en el césped del parque a un par de cuadras de donde yo vivo, se respira tranquilidad, silencio, un par de perros me ladran al pasar, las luces del alumbrado público son espectaculares, las cambiaron hace poco en toda esta calle, la hace más segura, pero no menos contaminante, esa luminosidad necesaria no deja ver la noche en todo su esplendor, esa que te ocultaría perfecto cuando la luz de la luna se va.
Ya estoy llegando, saco las llaves de mi bolso, separo la de la reja de entrada y me apresto a entrar, que delicia llegar a casa, me daré una ducha, quizás un poco de leche y galletas y a descansar, mañana será un día precioso sin duda, nacerá mi nieto Alejandro, el primero, volveré a la clínica temprano para estar con mi hija que seguro me va a necesitar…
Siento el frío cañón en el borde de mi oreja, dejó escapar un grito involuntario a pesar de la simultánea advertencia del tipo, me giro sin poder evitarlo, por inercia, miro sus ojos negros y me quedo perdida en ellos y en mis oídos como una navaja el insulto grosero y violento, siento el percutir de la bala y el último ruido que llega a mi mente es el de mi cráneo al romperse.
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