Me haces callar en el silencio. Era una idea inútil, caminé años para nada, te busqué en cada paradero para no encontrarte. Lograste que mis miradas se perdieran en el horizonte y que ese mismo horizonte no me las devolviera nunca más. Viví con temor; el cielo me perseguía y me mostraba la imagen del mundo. Intenté acercarme a ti a través del espíritu y no se pudo. Nunca fui egoísta ¿verdad? bastaba una palabra tuya para regalarte mi árbol favorito y pasar atardeceres enteros encendiendo nuestra luz. Nunca aprecié lo que tenía. Era una niña mimada y cuando me faltaste, mi corazón deseaba tu abrazo repentino. “Déjame quererte, una vez más, como nunca lo pude hacer”, cada día esta frase se hacía parte de mi voz y esencia en la penumbra de la noche. Luego de tu partida nunca tuve dicha y alegría. Me consumía por montones. Ahí estaba yo, intentando vivir. Me agobiaba mi tranquilidad. Tocaba las canciones más desgarradoras; me sentaba en el jardín en los días de otoño viendo las hojas caer y veía ahí, en las hojas, mi propia vida: apartándome de mi sustento, de la energía que me daba vida. Simplemente era así, penoso pero real y fuerte. Pedía nada más que mirarte, poder trasformar las caricias que me dabas con tus manos ausentes en un cariño permanente y concreto.
Fuiste mucho más que un espléndido sueño. Fuiste la eternidad hecha vida, fuiste el sol de madrugada y mi atardecer, fuiste mi noche interminable y serás el lugar donde siempre te encontraré: un ente perpetuo.