Asida de su mano caminaba despacio, ella acoplándose a mis pasos cortos; yo intentando llevar su ritmo impaciente para llegar a tiempo a la escuela. Me quitaba el bolso de la espalda para aligerarme la carga y así, juntas en la fuerte cadena de los diez dedos, salvábamos las dos cuadras que nos hacían topar de frente con la casa en la esquina. Atravesando la avenida, era la parada del bus de la parte contraria. En su parte superior, las ventanas se parecían a los ojos de los personajes de las comiquitas japonesas que salían en la televisión y en la planta baja, la puerta cuadrada con sillas blancas al fondo, era similar a una boca abierta. Me detenía un instante, asombrada de que la casa estuviera riendo y mamá tiraba de mí con prisa, viendo el reloj y alzando el brazo para detener el autobús. Subíamos las dos, ella con mi bolso; yo con la cara hacia atrás, como hipnotizada, encantada y asustada a la vez, pensando que si la casa cerrara la boca podría tragarme. Pero nunca sucedió, porque no podía cruzar sola la avenida.
Unos años después, convertida en adolescente e instalada en la capital, esperando para cruzar, vi enfrente una construcción con múltiples ojos cerrados. Parada en aquella esquina, alcé la mano dándome cuenta de que ella la había liberado y que mi bolso colgaba ahora de mi hombro. El edificio, como un gran gigante de concreto, vencido con el impulso de mamá, estaba inmóvil, sin vida, aletargado con mi propia seguridad.
Subí al autobús. Volví el rostro para ver el brazo de ella saludar desde el balcón y recordé, con amor, sus dedos en los míos frente a la casa que ríe.
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