Uberto abrió los ojos sellados por las lagañas al recibir un haz de luz matinal, oyendo a un gallo que se desgañitaba en un corral donde las gallinas hasta se acalambraron por el brío de su macho. El muchacho reacomodó el cuerpo jorobado hacia el poniente, imprecando al animal, dispuesto a reanudar las hebras de su sueño.
Fue entonces cuando lo despertaron varios golpes imperiosos en las tablas apolilladas que fungían de puerta en su choza, enquistada como tumor cerca del Bosque de los Hongos.
Uberto se incorporó de mala gana, envolviéndose con su jergón agujereado. Avanzó con torpeza sus pies descalzos envilecidos por callos y juanetes, quitando la trabe que obstruía la puerta.
Lo obnubiló la irradiación del día, de modo que se cubrió el rostro como un espectro salpicado con un hisopo de agua bendita. Después bajó el brazo donde se imbricaban algunas cáscaras de habas en el pelambre de plantígrado, y reparó en el rostro severo de una anciana encorvada como él, quien no esperó nada para tomarlo de los cachetes, analizando sus facciones aún amodorradas.
La vieja pareció quedar satisfecha con el escrutinio. Extrajo de un atadijo de trapos un pergamino con los bordes mordisqueados por roedores ignotos, y se lo endilgó a Uberto gesticulando unas sentencias ininteligibles; luego se retiró haciendo zalemas absurdas, hasta dar la espalda para alejarse a marcha forzada.
Uberto maldijo a la vieja y al gallo que arremetió otra vez. Entró a su cuchitril y abrió el pergamino donde se enteró de algo que lo hizo caer en su camastro como un mono de trapo: se le informaba que era el heredero legítimo del insigne Mago Ruperto el Cascorvo, y que debía incursionar en el corazón del Bosque de los Hongos en busca del grimorio de sortilegios del hombre a quien no abandonó el hálito de la magia ni en la hora de su muerte.
La mañana siguiente Uberto preparó un atadijo de objetos que pensaba prioritarios para su gesta: un odre con vino añejo junto a su escudilla y media docena de higos maltrechos como corazones despreciados; unas alpargatas de repuesto junto a un calzón mal zurcido y dos calcetines deshebrados en el área de los dedos gordos que Uberto a veces cataba como se escruta a dos orugas pedorras; y sobre todo una imagen de madera de un santo burdo que Uberto rescató de un recoveco bajo su catre, despojándolo de una telaraña blandengue de la que escapó con todas sus patas una araña horrenda de ojillos despiadados.
Así fue como a la hora de maitines del día décimo de Nuestro Señor, Uberto tomó aire y sacudió los hombros como si quisiera reacomodar su joroba, y se enfiló hacia el Bosque de los Hongos que muy pocos se atrevían a penetrar.
Una hora después Uberto ya había traspasado los límites sensatos del bosque, sintiendo que los pájaros en los árboles ya no eran los mismos animalillos rechonchos incordiados por los corucos que vio al inicio, sino más bien semejaban criaturas estrujadas por el pecado, con sus figuras tenebrosas de ojos rojos agazapadas en los nidos donde igual se escondían los polluelos con caras de íncubos.
Uberto infló los cachetes de nuevo y extrajo el pergamino que le diera la vieja de ingrato recuerdo (¡Maldíganle los apóstoles, y alejen sus ojos justos de ella!), como para cerciorarse de que en verdad llevaba un propósito real en esa aventura desatinada…
Suspendió su lectura de las grafías irrevocables cuando el sol pareció arroparse con varias nubes tétricas. El silencio descendió de golpe y Uberto volteó al sentir en su espalda torva unas miradas fidedignas. Sus ojos se desorbitaron al ver junto a varios hongos alucinógenos mordisqueados a nueve conejos con los costillares untados al pellejo y las orejas recorridas por múltiples parásitos tenaces.
Movían las vibrisas como púas en los hocicos de dientes filosos, y fijaban en él sus ojos amarillo limón recorridos por una retícula de venas. Uberto tragó saliva, sujetó su atadijo a la espalda y emprendió una carrera sin concierto, mientras evocaba las leyendas sobre los demonios occipitales que se posesionaban de los patones.
Los animales aguardaron unos segundos y después soltaron los resortes de sus patas almohadilladas, quebrando con delectación la hojarasca y los exoesqueletos de algunos escarabajos que hurgaban en el humus quitados de la pena.
Uberto corrió como si persiguiera a la doncella que le quitaba el resuello durante lo más candente de sus sueños, en tanto los animales tras él daban brincos violentos con las caras ingratas exudando un halo de impiedad.
Uberto perdió el equilibrio al atorar su pie en un hoyo absurdo. Cayó dispersando en el suelo sus impedimentas, y apenas alcanzó a estirar las manos en un gesto de protección ante los conejos, que se detuvieron de golpe y recularon con pavor al ver algo que también heló el corazón de Uberto.
Se trataba de una creatura descomunal y silenciosa, que Uberto ni siquiera había visto en los bestiarios que los monjes usaban para persuadir a los campesinos del camino del mal. Semejaba a un troll que doblaba el tamaño de Uberto, y se mantenía quieto entre dos árboles tortuosos, “sujetándose” de la corteza arrugada cual piel de un dios viejo.
No obstante, los conejos parecían percibir algo más, pues se encogieron cual si se les estrujaran las tripas donde ya se fermentaban los residuos de hongos y pasto. Algunos desviaron sus ojos desquiciados de la visión y emprendieron una huida vergonzosa, mientras los de avanzada quedaron en estado catatónico, con las miradas extraviadas en alguna rendija del No-Ser que abatió a los filósofos.
Uberto se ovilló agachando la vista mientras boqueaba rezos inconexos, hasta que alzó el rostro luego de varios minutos al no soportar más la incertidumbre ante el silencio. Entonces el miedo cedió su sitio a un pasmo sagrado: pues Uberto supo que el troll se conformaba de miles de abejas dormidas que movían las alas dentro del halo de magia que lo conformaba…
Y algo más: en el centro de gravedad del ser descollaban los destellos lánguidos del grimorio aún imbricado con las hebras de poder del mago Ruperto el Cascorvo… Eso lo supo Uberto cuando se incorporó tembloroso y dio unos pasos hacia la visión, hasta encontrarse a poca distancia del libro que parecía recién extraído de un nido de termitas tragonas…
Uberto parecía en trance, con la boca entreabierta y los ojos con las pupilas al garete, así que no fue consciente de cuándo introdujo las manos a la “masa” aquella de insectos quiescentes, para sujetar el libro que le heredara su padre.
De lo que sí supo el incauto, fue del infierno de abejas que desenfundaron sus aguijones de golpe, deshaciendo la figura del troll para atacar con enjundia al intruso que apretó contra su cuerpo enteco el libro al “despertar” de su letargo y salir corriendo como alma del purgatorio.
Hay mucho por decir sobre el destino de los conejos abatidos y de cómo Uberto sobrevivió a los piquetes y desentrañó las fórmulas mágicas del grimorio, pero esa es otra historia.
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