Cuando decidieron entrar por la gran abertura del viejo árbol, ya petrificado, no sabían su nombre pero notaron en él algo muy extraño.
Estaba dividido en tres niveles descendentes: en el primero había árboles enanos, plantas exóticas y de colores rarísimos; animales desconocidos para ellos correteaban en el lugar.
En el segundo: había un estanque con flores extrañas y de colores vivos con un aroma nauseabundo.
En el tercero: pequeños hombres con caras grotescas los miraban y cuando se sintieron observados por ellos, les hicieron todo tipo de muecas burlonas y hostiles.
Los hombrecitos les arrojaron pequeños dardos que lastimó a alguno de ellos y la herida que les produjo sangraba y ardía mucho.
Estaban estupefactos, habían perdido la noción del tiempo; sentimientos contradictorios hacían que tuvieran deseos de seguir adentrándose en aquel misterioso lugar, a su vez, sentían un temor que les calaba hasta los huesos.
Se internaron en lo que parecía ser un túnel, del que pendían formas parecidas a enredaderas, éstas se movían zigzagueantes, subían y bajaban como encolerizadas serpientes.
Todo esto colmó sus deseos de aventuras y, antes de contar tres, emprendieron la retirada batiendo sus propios récords de carrera pedestre.
Al salir, la luz de la luna les alumbró el camino de regreso y la estrella más brillante les guiñó un ojo.