El juego de la vida
Chimalli era de linaje de guerreros y estaba impedido para el combate. Un defecto congénito lo condenó a padecer burlas y vejaciones. Casi sin alternativa y un tanto por dignidad se propuso ser el mejor jugador de pelota, resolución que le hizo sufrir el desdén de su padre.
Hasta su madre se horrorizó al ver sus manos, ellas fueron la causa de que los escuincles de su edad, a manera de broma, colgaran en su puerta tenazas de cangrejo, cucharas planas y patas de rana. Para hacer referencia a sus manos se inventaron los apodos más imaginativos y crueles que la mente infantil pudiera concebir. A él nada lo doblegó, a cada burla recibida correspondió un impulso de superación, tan efectivo fue ese proceder que se convirtió en un hábito. Esa inquebrantable conducta le dio la fuerza para dedicar desde niño muchas horas de entrenamiento en el ritual del Juego de Pelota que lo convirtió en el mejor.
Habilidad que apreciaron en el imperio para presentarlo en el juego que se celebraba para honrar a Xipe Tótec. Chimalli como el mejor anotador estaba posicionado cerca de uno de los tres aros de piedra, el de la pared vertical que era el de mayor dificultad para acertar, los otros dos anillos îgneos estaban ubicados en la pared de enfrente que era inclinada. Con su destreza y entusiasmo conseguía que su escuadra sumara puntos al tocar los aros con la pelota pero no lograban hacerla pasar a través de alguno para obtener el triunfo. El taparrabo de ixtle, que servía de uniforme, dejaba al descubierto sus largas y fuertes piernas, las que lo impulsaron por arriba de la altura de sus compañeros para golpear con la cadera la bola de caucho, con tal destreza que el esférico salió proyectado en dirección del centro del aro de piedra ubicado frente a él. ¡Anotación!
El enfrentamiento concluyó con esa acción pero el público de pie continuó eufórico vitoreando a su ídolo. Él, satisfecho de su actuación, sonrió y giró el rostro en busca de su padre o, al menos, la aprobación del príncipe. La seriedad con que el heredero al trono evadió su mirada lo descontroló, solía ser un animador de su talento.
El ganador esperaba con una rodilla en el piso y la cabeza ligeramente inclinada en señal de respeto a que bajara de las gradas el príncipe para recibir de sus manos la piel de coyotl (coyote) que era el trofeo que recibía el capitán del equipo ganador. El príncipe se plantó altivo frente al capitán. Levantó el brazo izquierdo con el puño cerrado y los teponaztli (tambor) y Atecocollis (trompeta de caracol marino) dejaron de sonar, en vez de entregar la prenda de triunfo le oprimió el hombro izquierdo y lo jaló para que se incorporara.
El príncipe le dijo que caminaran, mientras tanto el público expectante enmudeció. De los bordados de oro y las incrustaciones de jade de su capa surgían chispas luminosas que contrastaban con el semblante sombrío del jugador, quien ansioso le dijo que lo escuchaba. El heredero del trono le habló del riesgo en que su padre había colocado los sacrificios al ser capturado, del estandarte de guerra que le habían arrebatado de su pectoral y de la posibilidad de que los Tlaxcaltecas quisieran cambiarlos por los prisioneros. Asuntos de guerra que Chimalli no entendía.
En respuesta bajó el rostro y arqueó la espalda, sus pensamientos se remontaron a su infancia cuando sufría el desprecio de muchos. El príncipe bajó también la cabeza y la voz para informarle que era su deber recuperar el pectoral.
Chimalli no desplegó los labios, subió lentamente sus manos, la miró y las reconoció como inútiles, en vano muchas veces intentó sujetar el macuahuitl (arma). El príncipe se situó frente a él y lo sujetó de los hombros.
–No te preocupes, te acompañarán siete Guerreros Jaguar, expertos en ataques nocturnos, será una tarea fácil. Saldrán hoy por la tarde –Dicho esto lo despidió con una palmada en la espalda.
Mientras giró para volver a las gradas, su rostro dibujó una risa torcida, arrojó al piso la piel de coyotl, levantó los brazos para animar nuevamente al público, éste reanudó el griterío vitoreando a su figura deportiva, el príncipe plegó el ceño y se pavoneó frente a sus incondicionales que gritaron su nombre y eso le devolvió el ánimo.
El grupo élite prometido por el príncipe sabía su trabajo, condujo a Chimalli sin complicaciones y llegaron a media noche a las faldas del cerro que alojaba a Cacaxtla, ciudad capital de los Tlaxcaltecas, el montículo era un baluarte natural de abruptas pendientes y escarpados flancos que dificultaban el asalto. La única forma de subir era por cuatro rutas de suave acceso pero de estricto control militar. Acordaron subir en parejas, lo más cercano posible a los puestos de vigilancia, a él le correspondió el lado oeste; la entrada principal.
La subida fue fragosa, en tramos se arriesgaban por la escalinata de ascenso y en otros regresaban a escalar rocas, evadían grietas y rodeaban la espesa maleza espinosa. Para Chimalli, sin falanges en las manos para poder asirse, la dificultad era mayor, estaba exhausto y, sin embargo, fue su compañero el que sufrió un accidente al caer mal después de saltar la fisura de una roca, iba a auxiliarlo pero recordó que debía continuar para rescatar a su padre. Él estaba solo, mientras avanzaba pensaba si los otros guerreros continuaban de acuerdo a lo planeado; llegó a la explanada superior, debía de cruzar un área descubierta para internarse en las callejuelas de la ciudad que estaba alumbrada con antorchas de ocotl.
Su avance en la planicie había sido mínimo cuando un guardia lo vio y alertó a los demás de la presencia del intruso. Por instinto corrió hacía la escalinata que lucía como serpentina tendida hasta la rivera del río, un grupo de soldados lo siguió. En plena carrera los perseguidores lanzaron sus tepoztopillis (lanzas) que el evadió bajando en zigzag. Tropezó, rodó y continuó cuesta abajo. La topografía no evitó su huída, al contrario, el río al que llegó fue su aliado, se impulsó con fuerza a las turbulentas aguas, nadie como él nadando, sus manos fueron remos eficientes que lo impulsaron pendiente abajo.
Sus brazadas sumaron velocidad al impulso de la corriente y aunque lo siguieron por la orilla del río disparando sus lanzas, pronto ganó distancia. Cuando más seguro estuvo de haberse escapado quedó atrapado en una red que atravesaba el río. Tres guardias jalaron la red y lo apresaron. Al no ser capturado en combate no podían ofrecerlo en sacrificio, por tanto sería tratado como un delincuente que había cruzado ilegalmente el límite de su señorío. Sin embargo, Tzilmiztli (Puma Negro), jefe militar, quiso conocerlo, le intrigó cómo había burlado las fortificaciones militares y cómo escapó tan fácil de los guardias.
Para obtener respuestas tuvo que esperar a las primeras luces del día que alumbraban los jardines de su casa, éstos estaban repletos de flores y fuentes, hasta un estanque de peces había. Cuando Tzilmiztli lo recibió en su habitación estaba de espaldas a la puerta colocándose un mascarón en forma de cabeza de águila, lo auxiliaba un soldado anudándole las correas de sus cactlis (sandalias) en las piernas. Sin voltear a verlo preguntó.
–¿Quién eres?
–Soy Chimalli, hijo de Cuauhtzín (Águila Venerable) jefe del ejército de los Mexicas.
La declaración provocó que por primera vez el jefe militar girara el cuerpo para ver al prisionero. Lo revisó de pies a cabeza con la vista y le ordenó.
–Muéstrame las manos.
Sin protestar las levantó, las tenía atadas al frente, mostraban heridas y sangre, aún así se notaba la diferencia. Tzilmiztli desenfundó su cuchillo y caminó al encuentro del rehén, su traje de guerrero águila le incrementaba el aspecto fiero a su rostro severo que se asomaba entre el pico abierto del águila que usaba como casco. Lo sujetó de las manos, las estudió minuciosamente y murmuró, “es increíble”. Con la obsidiana afilada cortó las ataduras.
–¿Y a qué has venido, muchacho? La voz antes ríspida cambió a tono paternal.
–A rescatar a mi padre.
–Ja ja ja. Conozco a tu padre muchacho. ¡Créeme!.. Él es un hueso duro de roer. Si algún día los dioses me favorecen con vencer a tu padre en combate, él estaría honrado de morir sacrificado. Escapar de ese privilegio es una deshonra.
–¿Tampoco le arrebataron el estandarte de guerra que lleva en su pectoral?
–Te engañaron, “hijo”. Tal estandarte no representa nada. Sospecho que debió ser algún miembro de la nobleza, sólo de esa manera se entiende que te acompañaran siete guerreros de la noche que regresaron muy alegres sin importar su fracaso, acto impropio de su jerarquía.
–¿Por qué me mintió el príncipe? –balbuceó entre dientes, pero el guerrero lo escuchó.
Tzilmiztli tomó del brazo a Chimalli y lo condujo al jardín.
–Te voy a explicar lo que evidentemente ignoras, las guerras floridas se realizan para salir a cortar flores, entre todas buscamos la más valiosa que es el corazón del hombre para ofrecérselo a los dioses, no tomamos ninguna como ésta –cortó una de pétalos secos y la arrojó al estanque rompiendo la imagen de Chimalli– que marchita a otras.
Ordenó al soldado que le trajera su escudo y su macuahuitl. Asió con la diestra el arma y con la izquierda sujetó el escudo, lo golpeó en repetidas ocasiones y se dirigió al todavía cautivo.
–Ha sido un gran protector, ahora es tuyo, te lo regalo como reconocimiento a tu valor y destreza, muéstraselo a tu necio padre y notarás un cambio. Ahora mismo envío una comitiva con el presente para no comprometerte ni en el camino ni a tu llegada.
Llegó a Tenochtitlan deseoso por descubrir el efecto de su regalo. No tuvo la oportunidad de pulsar la reacción del príncipe, si en cambio la de su padre quien después de algunos días había regresado de la guerra con muchos prisioneros que se contaban por decenas.
Cuando estuvieron juntos le preguntó a su padre quien descansaba sobre un almohadón relleno de plumas de guajalote si conocía a Puma Negro, él contestó que era conocido por todos y que era justamente por él que aún no había sometido a los Tlaxcaltecas. Chimalli quiso saber si se habían enfrentado y su padre le dijo que no pero que se acercaba el día.
–Será un honor arrancarle el corazón o sea él quien ofrezca el mío a los dioses.
El tono enfático armonizaba con la respetuosa declaración. Comprendió que ambos se profesaban mutuo respeto y se lo dio a entender a su padre al decirle que él creía que su enemigo pensaba lo mismo y agregó como al descuido que le había regalado su escudo para demostrarle su respeto.
Dio la vuelta sobre el almohadón para darle la espalda, regresó a su posición original, lo miró a los ojos, se levantó y caminó rumbo a la salida de la habitación rumiando “tenía que ser ese viejo quien me lo restregara en la cara”, se rascó la cabeza y antes de salir volteó el rostro para mirar de reojo a su hijo.
Un tanto decepcionado de que su padre no diera muestras de cambio, Chinalli jugaba otro partido más, el estadio estaba abarrotado, el público se comportaba más frenético que de costumbre, se había divulgado que su calidad y valor como jugador era reconocida hasta por el acérrimo enemigo de los Mexicas, “menos mi padre”, pensaba. Sus seguidores lo impulsaban, él correspondió con vistosas jugadas. No transcurrió mucho tiempo para que sellara el triunfo con una anotación.
El público de la gradas coreaba: Chimalli, Chimalli, Chimalli. Él, sonriente desde el centro de la cancha, paseó la mirada en los rostros de los asistentes, su recorrido visual llegó hasta el palco real pero el príncipe no estaba. De pronto, entre los más entusiastas, reconoció a su padre quien bajaba y subía el puño hacia el frente cada vez que coreaba el nombre de su hijo. Éste feliz y sin complejo levantó por primera vez la mano sin dedos en señal de triunfo.
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