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El dolor intenso, casi desgarrador, pareció partir en dos al pobre Juan. Un mes antes, un cáncer había acabado con la existencia de Emilio, su mejor amigo. El vía crucis de este colega había dejado huellas demasiado sensibles en el alma de sus familiares y conocidos. El hombre, aún en una edad en la cual muchas cosas podían suceder, comenzó a sentir agudos dolores en su estómago, pero su carácter poco decidido a afrontar cualquier situación, por pequeña que fuese, fue determinante para que los dolores se fueran intensificando y, aun así, no le diese la importancia debida y cuando el sufrimiento se transformó en algo incontrolable, recién entonces acudió a una consulta médica y el veredicto del médico, tras exámenes de todo tipo, fue nada más ni nada menos que un cáncer invasivo inmanejable para la medicina.

A los tres meses, luego de una agonía insostenible, el bueno de Emilio dejó este mundo, no sin antes rebelarse por esa dejadez suya que le había robado los años restantes de su apacible existencia. Pues bien, ahora Juan, aún con la tristeza pegada a sus huesos por la partida de ese fiel amigo, no pudo menos que sobrecogerse ante la posibilidad cierta de encontrarse cara a cara con la misma enfermedad. A decir verdad, extrañas sensaciones recorrían ahora su cuerpo y era como si su organismo intentara defenderse de algo letal, sin lograr que ese invasor se retacara.

Juan vivía solo, pero amaba a Elena, que le correspondía con creces. Hubiese querido casarse con ella, vivir juntos alguna vez y compartir esos momentos deliciosos que saben brindarse mutuamente los que se aman con pasión. Pero, este dolor, estas punzadas aleves, pregoneras de nada bueno.

Se tendió en su lecho tratando de encontrar un alivio que parecía no llegar. Se miró luego en el espejo de su baño y se dio cuenta que su rostro adquiría una apariencia cetrina, la misma máscara dolorosa que acompañó a Emilio en sus últimos días.
-Lo mío es aún más avasallador que lo que embargó a mi amigo.
Y sintió un cosquilleo en sus narices, que no era otra cosa que la pugna de las lágrimas que amenazaban con vaciarse en sus cuencas violáceas. Pronto, comenzaría el mismo calvario de su amigo y después, la nada.

Días antes, se había topado con una gitana vieja y grosera que ofreció verle la suerte. Pero, el no creía en esas cosas y se negó. La mujer profirió unas palabras terribles en un idioma ininteligible, que para Juan pareció una terrible maldición. Y ahora recordó ese incidente y la duda comenzó a crecer en su mente. -¿Y si fuese cierto? ¡Oh no!

El teléfono sonó acuciante. Era Elena, que le preguntaba con voz mimosa si se encontraba bien. Él nada le dijo. Sólo sintió un nudo en su garganta y le respondió: -Mi amor, tienes que saber que siempre te amaré.
-¿Por qué dices eso?- preguntó sorprendida la mujer. Ellas saben leer muy bien los mensajes subliminales y la aseveración de su amado estaba claro que respondía a un motivo que no podía dilucidar.
-¿Te sucede algo, querido?
Juan mintió, mientras se retorcía de dolor.

Esa noche se transformó en una pesadilla y mientras el hombre trataba de eludir los crueles embates de una garra que parecía destrozarlo por dentro, pensaba en los suyos: en su madre, en sus hermanos, en ella, la mujer con la cual se había comprometido y que sentía que sería algo que no se haría realidad.
Un grito remeció la tranquilidad de la noche. Se moría, no cabía la menor duda y algo animal se había apoderado de él. Gritó de manera visceral y luego, perdió la conciencia.

A las dos de la mañana, unos golpes apresurados en la puerta de su departamento no tuvieron respuesta alguna. Después de una breve insistencia, la puerta se abrió de golpe y entró Elena tras el conserje que había descerrajado la chapa de un empujón.

Más tarde, apareció una ambulancia y dos camilleros que se llevaron el cuerpo inerte de Juan.

Fue operado de urgencia. Al día siguiente, recuperada la conciencia, Juan vio emerger desde una especie de bruma a Elena y a dos de sus hermanos que le rodeaban. Supo que el cáncer no había sido tal sino una simple apendicitis que lo puso en jaque, instándolo a acudir al médico. Pero él, reticente a todo lo que significara medicarse, no había hecho caso. Había estado a un tris que todo derivara en una peritonitis, lo cual si que habría puesto en peligro su existencia.

Miró arrobado a Elena y le sonrió agradecido. Ella había dilucidado el enigma y había contribuido a salvarle la vida. Y con ello, el pronto matrimonio…































































Texto agregado el 26-07-2013, y leído por 202 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
28-07-2013 Que entretenido leerle, me gusta y le dejo todas mis estrellas. bishujoo
26-07-2013 Moraleja, visitar al doctor no tiene nada de malo, la mente nos juega malas pasadas, muy buen relato como siempre carmen-valdes
 
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