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La granja de mi abuelo.

Han pasado muchos años desde que dejé aquel lugar situado en la región más fría del país de la eterna primavera. Allí, donde dejé mi ombligo, mis dientes de leche, mis trenzas, y los más bellos recuerdos de mi infancia, se quedó también mi abuelo.

En todo este tiempo, he vuelto en repetidas ocasiones y he lamentado cada vez que tuve que abandonarlo de nuevo. Pero, claro, tenía que superarme, ir a la universidad, casarme, tener hijos, llevar una vida moderna, ajetreada, y estar a la moda. Así, que me establecí en la gran ciudad.

Pero, cada vez que recuerdo aquella granja aún puedo respirar el aroma a carbón y ocote encendiendo en el pollo de barro, el humo ascendiendo en nubecillas con formas divertidas hacia la chimenea de latón, tan oscura como la noche. Puedo sentir la tibieza en mis labios de la leche fresca recién ordeñada de una vaca pinta. En mis oídos persiste el canto de los gallos anunciando un nuevo amanecer, un día más corriendo detrás de las palomas, dando maíz a las gallinas, alimentado a los cerdos, trepando a los árboles para arrancarles los duraznos más jugosos; y también vuelvo a escuchar el regaño de mi abuela temerosa de que me rompa alguno de mis enclenques huesos. Pero lo mejor de todo, es cuando cierro mis ojos y veo a mi abuelo. Aquel señor: alto y bondadoso, rubio como el trigo, de sonrisa tan dulce como la miel.

Un pequeño rebaño de cabras que incluía a seis graciosas crías dio nombre a la granja: “Los Chivos”. Fue mi abuela quien la bautizó. Ahí, creció mi madre y cuando se casó la hizo su morada junto a mi padre. Ambos, trabajaban en los menesteres propios del lugar, pero mi padre, era el encargado de atender el aspecto comercial, pues era una tarea que a mi abuelo no le agradaba mucho. Se sintió feliz de que su yerno fuera entendido en los negocios de la granja, siempre felicitó a mi madre por tan buena elección.

En aquel maravilloso lugar nací. En un parto tan natural como el de los terneros. Aunque mi apariencia flacucha parecía indicar lo contrario, fui una niña sana, crecí con los manzanos y di cuenta de muchos huevos rosados, producidos por la gallina Josefina, la consentida de mi abuelo. Desde que cumplí un año de vida, fue destinada por él, exclusivamente para mis desayunos, y cuando ya estaba muy vieja y mi abuela sugirió preparar un suculento caldo, mi abuelo y yo fuimos invadidos por un sentimiento horrible y espantoso, pero mi abuela, siempre muy práctica, argumentó que para la gallina Josefina sería un gran honor entregarnos lo último de su naturaleza. Mi abuelo y yo, lloramos,... pero fue el mejor caldo que jamás probamos.

Nuestra casa, fue construida con adobe y madera, era muy cálida en las épocas frías y tan fresca, en los calurosos meses de marzo y abril.. Un jardín la rodeaba y era el orgullo de mi madre que lo cuidaba con gran esmero. Estaba siempre colorido de fragantes geranios rojos, perfumadas rosas blancas, racimos de hortensias azules que competían con el cielo, begonias de un rosado tierno contra azaleas de impactante fucsia, pensamientos que pasaban del violeta al lila y remataban en amarillo. De los muros de los corredores colgaban largos helechos y sobre el alféizar de las ventanas había pequeñas macetas de barro en las que crecían hierbas culinarias y medicinales: albahaca, menta, ruda,... que dejaban escapar su aroma al interior de la casa y lo impregnaban de paz.

Para mí, la parte más bonita era donde se criaba a los animales. Allí, estaba mi abuelo con su sombrero de paja, su barba precozmente blanca y sus brillosos ojos azules. Platicando con ellos, alimentándolos, limpiando los gallineros y los establos, cambiando forrajes, recolectando huevos, cepillando a los caballos; y yo, a la par suya, escuchando sus historias. Me hablaba de su infancia tan feliz como la mía. De sus travesuras de niño y sus andanzas de adolescente. Mi abuela nunca lo supo, pues sólo los patos escucharon cuando él me contó que antes de pedirle a mi abuela que fuera su novia, estaba indeciso entre ella y la hermana, pero al final me fue mejor -me dijo-; y es que a la hermana de mi abuela le atraía mucho más la vida de la ciudad.

Compartimos la emoción del nacimiento de cada nuevo miembro de las tantas familias de animales. Los más emocionantes eran los nacimientos de los terneros. Cuando una novilla llegaba a la edad apropiada, de acuerdo a la evaluación del veterinario del pueblo y gran amigo de mi abuelo, era enviada a una granja vecina donde vivía el jorobado: un imponente toro cebú, tan blanco como temerario. Cuando volvía a casa, después de su “luna de miel”, se le prodigaban los cuidados necesarios a su estado, y cuando el momento del parto se acercaba, Don Félix, como se llamaba el veterinario, compartía con nosotros la inquietud de la espera. Por fin, el momento llegaba y estábamos todos ahí, expectantes, mi abuelo y Don Félix mucho más cerca de la paciente para ayudarla si se hacía necesario. La naturaleza hizo sola su trabajo la mayoría de las veces.

Vi muchos nacimientos, la yegua “Franela” tuvo un hermoso potrillo negro, la pareja de conejos tuvo cinco crías. Yo, vigilaba junto a mi abuelo a las gallinas cluecas, también a las patas. Aprendí a contar con los polluelos recién nacidos mientras la pareja de conejos nos daba seis crías más. También presencié el parto de la guardiana Fiona, una perra collie, de largo pelaje blanco y café, quien junto a su pareja, Aquiles, nos regaló cuatro graciosos e inquietos cachorros. Y la pareja de conejos tuvo otras cinco crías...

Así como era un acontecimiento feliz ver nacer a los animales, era para mí, motivo de tristeza, cuando después de mucho cuidarlos, los veía marchar hacia el mercado del pueblo. Me tomó buen tiempo y mucha paciencia por parte de mi abuelo, comprender que ese era el objetivo de la granja, y que en ocasiones, también a él le costaba un poco la separación. Por una razón que yo no llegaba a entender, una de esas ocasiones era cuando se llevaban a los pavos que eran encargados por los comerciantes para las celebraciones de fin de año.

Asistí a la escuela del pueblo. Viajaba todos los días en la carreta halada por las yeguas de la granja. Pero era mucho más emocionante cuando mi abuelo tenía asuntos que tratar en el pueblo porque entonces, montábamos a las yeguas, salíamos a paso lento de la granja y cuando nos perdíamos de vista de la abuela y mi madre, ¡Trotábamos!

Una de las mejores cosas de mi abuelo, era su sentido del humor. Especialmente cuando se divertía a costa de mis continuos accidentes, como cuando resbalé sobre el charco de los cerdos y mis vestidos, confeccionados por mi abuela, generalmente rosados, terminaron grises. Cuando un enojado gallo me hizo salir corriendo del gallinero a francos picotazos la risa de mi abuelo fue más franca. O, cuando caí de un aguacatal, justo encima del canasto lleno de frutos maduros de los que pocos quedaron enteros y quedé como un guacamol andante, mi abuelo corrió a buscar sal. No sé si por ser su única nieta, cada cosa que hacía, por muy descabellada que fuera, a mi abuelo siempre le parecía cosa de gracia. O, talvez la vida tranquila del campo le había hecho olvidar como enojarse.

El huerto sembrado de hortalizas y árboles frutales, que se situaba entre el riachuelo que separaba la planicie de una montaña de pinos y el gran patio de la casa, era otro lugar encantador. Las zanahorias eran testigos de los cuentos que mi abuelo me contaba. Había de todo en su repertorio. Cuentos de guerra: la batalla librada entre tomates y pimientos para ser declarados el mejor ingrediente del recado para un tamal. Cuentos de horror: cómo fue torturado el cilantro en el hirviente caldo de pata de res. Cuentos de amor: las papas que se unieron en sagrado matrimonio y tuvieron un final feliz formando el más delicioso puré. Pero también adquirí conocimientos de historia, como cuando, cortando tomates, me contaba de cómo se vivieron ambas guerras mundiales en nuestro país; de la convulsionada vida política por el rechazo a las dictaduras de gobierno. O, sencillamente, cómo creció y se adaptó nuestra sociedad a los cambios que fueron llegando con cada año del siglo. Cambios a los que él parecía estar reacio, refugiándose en el pequeño edén que representaba la granja.

Pero sus enseñanzas no se limitaron a las cuestiones agrícolas y la naturaleza de los animales. Por las noches, nos acomodábamos, según lo dispusiera el clima, en las hamacas del corredor, o en el acogedor salón, donde mi abuelo me leía a sus autores favoritos: Dickens con su Cuento de Navidad, de Quevedo y El Buscón, la poesía de Darío... Yo me quedaba dormida entre el arrullo de su voz y los sonidos de la noche: el chirrido de los grillos, un aullido lejano, un ulular…

Así crecí, al compás de la música de la naturaleza: Trinos, berreos, relinchos, cacareos, graznidos, mugidos; y lo viejos discos de mi abuelo. El tango y la música de cámara sonaban en una radiola durante las frías tardes lluviosas en que degustábamos el chocolate caliente de mi abuela y el pan de maíz, una de las especialidades de mi madre.

Los años pasaron y llegó el momento en que mis padres decidieron que debía ir a estudiar a la gran ciudad, convertirme en profesional, conocer otro tipo de vida. Mi sueño desde pequeña había sido convertirme en veterinaria y volver a la granja para atender a los animales de mi abuelo. Sin embargo, la juventud que tiene ojos propios y suele confundir a la razón con sus devaneos me llevó por otros rumbos. Quién sabe por qué, pero aunque me convertí en veterinaria, me quedé trabajando en la ciudad, me enamoré, y...

Volvía a la granja por las vacaciones de navidad y sentía una extraña sensación, mezcla de felicidad y desasosiego, como si algo hubiese quedado inconcluso. Mi abuelo, en cambio, estaba siempre feliz al verme, como si no hubiese pasado el tiempo, encantado con su bisnieta. Nos prodigaba atenciones, nos ponía al tanto de los progresos de la granja, nos despedía siempre con bendiciones.

La navidad, está cerca. La navidad, que hace muchos, muchos años se llevó a la madre de mi abuelo y no me permitió conocerla.

Hoy volveré a la granja. Me sentiré feliz con los recuerdos. Recorreré el campo, aspiraré sus aromas, hablaré con los animales, recogeré algunos frutos. Lloraré por los recuerdos. Atizaré el fuego, dormiré en mi antigua cama. Talvez, me quede algunos días, desearé quedarme para siempre. Le contaré a mi hija cómo fue su abuelo.

En el frondoso bosque de pinos, al cruzar el riachuelo, lloraré por mi abuelo... Hoy, enterraré a mi abuelo...

Texto agregado el 24-07-2013, y leído por 816 visitantes. (1 voto)


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