Carlota, con el bastón toca el tobillo de Keita, ¡que suenen los cueros!, ordenó la anciana al impávido muchacho que yacía cual estatua humana aún encandilado por la fuerza lumínica del relámpago, de súbito el distraído joven emprendió veloz carrera hacia la maloca en donde se encontraba el grupo musical comunitario que anima las fiestas de la población. Jadeante y agitado después de recorrer cien metros a velocidad pura, Keita transfiere la orden que la matrona impartió, - Thabo, Thabooo, Mama Grande manda que toquen los cueros-, el grupo de corpulentos negros dirigidos por Thabo de inmediato se apoderó uno a uno de sus instrumentos, en poco tiempo se escuchaba el rítmico sonido de la agrupación; el repicar de tamboras, cununos, tambor alegre y llamador, mesclados rítmicamente con la melodía de la marímbula y el rascar del guasá, se convirtió en el detonante frenético para que los demás se contagiaran de alegría.
¡Vamo a danzá negra!, ¡vení y tomame negro!, le respondió Kendi a Kwamé, aceptando su propuesta y entrando en el redondel a bailar el bullerengue interpretado por el sexteto. Una a una las parejas iban ingresando extasiadas por el contagioso ritmo bajo el arrecio de la lluvia, bailando todo el repertorio musical autóctono como chulusangas y son de negros, - Tomen, tomen, celebren a Tláloc -, decía Enam, quizás el más anciano de la aldea, con un guindarejo de calabazos disecados sobre sus hombros, llenos de guandolo, licor de caña de azúcar destilado y fermentado artesanalmente.
-¡Enam, pásame un calabazo!, gritó Mawelik.
- De seguro hoy te emborrachas otra vez, respondió el anciano, mira que tu pierdes la cabeza cuando tomas demasiado.
- Si pero hoy es un día para celebrar, además la manera como están tocando los muchachos dan ganas de gozar.
- Bueno aquí tiene mijo, harte, harte que si la tierra está bebiendo es porque quiere que nosotros también bebamos. De inmediato Mawelik se empinó el calabazo, despojándolo de la mitad de su contenido en un solo sorbo, los gestos que su cara mostraba eran la consecuencia del tortuoso recorrido que la bebida etílica hacía a través del tracto digestivo quemando todo a su paso. – De a poco y con calma Mawelik, los demás también tienen derecho, le susurró Enam mientras le tocaba el hombro. – Quién más quiere, volvió a gritar el anciano quien de súbito se vio rodeado por sus hijos Obatalá y Kisem, prestos a ayudarle a repartir el guandolo, llevándolo hasta el redondel de danzantes.
La noche fue cayendo y la lluvia cesando, el barrizal formado por los bailarines se convirtió en una trampa resbaladiza que atrapaba a los más embriagados, generando escenas jocosas merecedoras de resonantes carcajadas. Uminta ya tenía el fuego encendido, las dos hornillas de piedra sostenía dos enormes calderos rebosados de frituras y guiso de cerdo salvaje que fueron vertidos en la mesa comunitaria al interior de la maloca, la mesa vestida con hojas de plátano recibió a los comensales, que uno a uno retiraban su porción acompañándola con arroz y yuca.
El festín poco a poco fue llegando a su final, Carlota sigilosamente recorría cada rincón de la maloca, haciendo un inventario de todos y cada uno de los miembros de su comunidad, luego, cuando logra constatar que todos están dormidos profundamente, se dirige de nuevo al centro de la plaza, encorvando su cuerpo y abriendo sus brazos; sorprendentemente la anciana fue tomando forma de águila, un plumaje denso y brillante cubrió su esmirriado cuerpo, la transformación fue cuestión de segundos, levantando el vuelo posándose en lo más alto del árbol de bonga que imponente custodia la aldea.
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