Los disfraces no significan nada:
ella se puede disfrazar de
la magníficamente imaginaria
Dulcinea
del Toboso y
trabajar 36 o 45 horas cada
día porque eso, y no lo otro que es
magia y altos presupuestos,
es lo que desea esta impune
lógica de muerte y sociedad de consumo.
Dulcinea
del Toboso se pone
los audífonos en un Call Center mal pronunciado
en que también tienen un rubro desconocido
y que implica someterse a un trabajo mal remunerado:
contrataciones sin expedientes que, a media
noche, te dejan salir con una mochila llena de
comida de gatos, un cuaderno, audífonos y
la molestia de un resfrío mal cuidado.
Dulcinea
del Toboso vive
en el centro de una ciudad que no es
bella como lo pudo haber sido La Mancha o
como lo era El Toboso, no tiene que
soportar a los chanchos y sus inmundicias,
pero tiene que arreglar desperfectos técnicos
en línea: servicios suspendidos, señales interrumpidas.
Sale, a veces, a las 12 de la noche y ve a un gato hambriento
en frente del Mercado Municipal, en la calle Mapocho:
Dulcinea
del Toboso alimenta
a los gatos que se encuentra en la calle,
mientras los acaricia y mira el celular de reojo.
Ya no espera al Quijote que la ha inventado
hace tanto tiempo - quizás ni él mismo la ha
seguido buscando - porque ahora no se cree
en la locura medieval del amor y la
providencia (en las calles los letreros de Providencia
están mal escritos), sino que las mujeres
de pelo corto y piernas largas buscan la
mitad de una fruta por las calles, en medio
de callejones de inmundicia y alcohol,
aunque Dulcinea
del Toboso lo sepa,
aunque a ella le duela, no se queja del futuro
embarazoso con llagas de negligencia médica ni
de las librerías apoteósicas ni de lo caro que
está el alimento ni la arena de gatos,
sabe que en algún lugar del mundo alguien
también espera mientras resuelve logaritmos o
equilibra a la sociedad en medio de libros y poca justicia. |