El tiempo se gasta. Para ser más exactos, las memorias se gastan. Los recuerdos. Y después odias lo que fuiste, o al menos lo que recuerdas haber sido. Te muerdes los labios. Te arrancas los cabellos. Te tiras al suelo y gritas y lloras y no puedas aceptar la verdad de tu pasado. Y luego te mueres. Silencioso en tu muerte provisoria, renaces de la nada. Nada. Podríamos decir que la nada es el molde del hombre.
Deilost se dio la vuelta. Calzaba botas de cuero con base de goma, por lo que al voltearse produjo un par de sonidos amortiguados sobre la tierra suave, abonada con hojas y leña vieja. Miró el sendero que acababa de transitar, el que estaba ascendiendo, y luego volteo la mirada de nuevo hacia lo que le faltaba por subir. Suspiró y reemprendió la marcha. El monte a su alrededor estaba muy silencioso. El sol arreciaba y su luz se derramaba por entre las copas de los arboles enanos, no más de tres metros de alto. Las cascadas de luz chocaban contras las verdes hojas y caían, haciendo pequeños charquitos de luz sobre la tierra negra y húmeda, marrón y seca. Y todo brillaba con ese fulgor verde que suelen tener los bosques en días soleados. Deilost siguió caminando. El sendero era empinado y volteaba bastantes veces, como una serpiente larga y delgada desde la cumbre, monte abajo. No era un sendero hecho por pies, no. Era un sendero de agua. Cuando la lluvia gris caía sobre el monte, todos los árboles se mojaban y saltaban bajo ella, sacudiendo los brazos, bebiéndola con las piernas. Deilost nunca se preguntó como, pero aparentemente toda el agua que no tomaban los arboles iba a parar a aquel estrecho cauce, ensanchándolo y recorriéndolo, para ir a derramarse sobre las planicies de abajo. Con el tiempo suficiente el cauce se había vuelto en sendero y como hacía una semana que no llovía, transitable. Mirada arriba, sendero tierra verde espesura. Mirada abajo, sendero tierra verde espesura. Mirada a los lados, verde dorado espesura.
Deilost se detuvo. Se pasó la mano por la frente, reuniendo las pequeñas gotitas de sudor. Hacía tiempo que no subía el monte y el sol estaba en su mejor momento. Frente a él se levantaba la primera señal. Alto e incorruptible, el pilar de cemente comenzaba en la tierra a la sombra de un árbol especialmente robusto y enano, se elevaba y se perdía entre sus frondosas hojas. La base estaba llena de inscripciones. Eran de varios colores y estaban escritas en extraños lenguajes que solo entendía quien los hubiera escrito. Deilost lo observo un rato y luego prosiguió la marcha. Al cabo de unas cuantas zancadas y justo cuando la luz solar lo volvió a bañar, encontró la segunda señal. Bueno, para ser sinceros no era la segunda y la primera no era la primera. Antes del pilar de cemento había otro, a medio camino en el sendero. Ese era un poco más bajo que el que Deilost acababa de ver, pero se lo había tragado el monte. La maleza le cubría la base impoluta de inscripciones coloridas y dos árboles gemelos de madera blanca se abrazaban, el pilar en el medio. Era apenas visible desde el sendero y el solo había notado su presencia la sexta o séptima vez que había pasado por allí, años atrás. Así que Deilost no lo contaba como señal. De vuelta a la segunda señal. La segunda señal era ancha y larga e interrumpía el monte y los arboles por donde pasaba. Se extendía a izquierda y derecha de Deilost. A la izquierda, subía una pendiente menos inclinada del monte y luego volteaba para perderse en un recodo de sí misma. A la derecha bajaba y bajaba, hasta perderse en el descenso, dejando entrever un horizonte espectacular de planicies verdes coronadas por montañas esculturales verde oscuro, muy jóvenes todavía como para tener coronas de nieve brillante. Deilost atravesó la segunda señal a lo ancho, hasta llegar a donde el monte comenzaba de nuevo. Allí seguía el sendero, brutalmente interrumpido por la segunda señal. Pero esta vez se elevaba tanto la pendiente que Deilost no podía andar sino trepar, agarrándose a las piedras que sobresalían de la arcilla amarilla que el agua había derrumbado. Cuando llovía ese punto se convertía en un lodazal amarillo, casi intransitable. Después de un momento el sendero se calmó y disminuyó la pendiente, volviendo a como era antes. En ese punto las plantas empezaban a cerrarse sobre Deilost, disminuyendo en estatura. Los arboles crecían espinas y rozaban sus brazos con ellas, como si quisieran engarzarlos, casi como si el monte mismo no quisiera que el agua y su testarudo sendero no revelaran sus más espesos secretos.
Después de abrirse paso a través de los arbustos espinosos, Deilost volteó a la derecha. Camino un poco, sorteo un árbol caído y llego a un claro. Los arboles aquí danzaban con mucha más libertad que los de la ladera. Puesto que Deilost ya no podía subir más. El sendero terminaba en aquel claro, que coronaba el monte. El viento acariciaba tiernamente las copas de los árboles que libres crecían más altos. Había otro sendero que atravesaba el claro de lado a lado, pero no era un sendero líquido, como el de atrás, sino terráqueo, recto y fuerte, con el pasto apretado contra la tierra por donde pasaba. Era un sendero muerto. Deilost volteo de nuevo a la derecha y subió los escalones. Escalones de piedra, tres grandes piedras amarillas cada una metro medio de alta, la única elevación posible. Arriba de los escalones, se abrió paso por el suelo de piedra y guijarros, por entre algo que parecía trigo pero que no lo era, hasta que llego al límite mismo de la altura del monte, su corona de piedra, gris y negra. Una vez allí, se sentó en un pequeño banco de piedra que sobresalía de la corona y miró sobre las copas de los arboles hacia el valle encajado entre jóvenes montañas esculturales verde oscuro. Un lúgubre gutural ronroneo se levantaba del fondo del valle, haciendo eco en las montañas. Pero con el sol todo eso, toda esa masa gris e impersonal en el valle, todo se veía hermoso. Deilost se quedó sentado en su trono, en la corona del monte, escuchando al viento ululante de las sirenas de los gritos de los hombres que subía desde la ciudad distante en el fondo del valle.
Paisaje nocturno. Calle naranja eléctrica, sin andenes. Hombre caminando. Viento sopla en los oídos. Oyendo pitos de motos y carros.
Mirada al frente, ciudad edificios gris niebla. Mirada atrás, sendero tierra verde espesura.
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